Someone reaching for me now
Through the dark, reaching for me now
You need someone to hear you when you sigh
Someone to wipe away those tears you cry
Someone to hold you 'neath the darkened sky
And someone to love you more than I

Te quiero en ese lugar donde mi amor es solo el principio

Buenas navidades

Hubo tiempos en los que adoraba la Navidad.
La esperaba ya desde mi cumpleaños, como el próximo acontecimiento al que le dedicaría mi atención durante semanas. Y como tantas otras veces, disfrutaba más del tiempo de espera que del ansiado día.
Aún conservo el esmero que me motivaba a pasarme muchísimas horas adornando la casa, preparando la mesa festiva, haciendo individuales en cartulina, centros de mesa con flores y piñas, y demás adornos que molestarían en el cruce de platos durante la cena; pero hoy se lo dedico a otros caprichos hermosos.
Las tradiciones en mi casa eran pocas: el árbol jamás se armaría el 8 de diciembre –a decir verdad, más por vagancia rebelde que por tradición-; todos debíamos estrenar ropa; y a la fiesta estaba invitado quien estuviera dispuesto a comer de postre una de las ensaladas de frutas más ricas del mundo.
A mí me bastaba imaginarme impecable con mi ropa de estreno, y acompañar a mi papá en las compras de las vísperas, para sentirme como si estuviera a punto de sentarme en el trineo con Papá Noel. Cuando ya tuve mi propio peculio, y no perdía tiempo escribiendo una cartita que jamás viajaba más de tres metros, mi clima festivo rebozaba al elegir los regalos que mi ansiedad siempre estaba a punto de revelar.
Mi euforia era tal, que disfrutaba hasta de ir a la misa de Noche Buena, porque era una ocasión perfecta para desfilar mi ropa nueva, como si fuera la novia que espera hacer su entrada triunfal.
Luego de la opípara cena que parecía destinada a saciar el hambre de la posguerra, salíamos al parque a mirar los fuegos artificiales, mientras uno de mis hermanos que detestaba los estruendos espiaba por la ventana (para él los fuegos artificiales debían venir con silenciadores, y la guerra debía definirse en un partido de fútbol).
Créanlo o no, los regalos eran el motivo menos alentador de mi alegría. Me sentía satisfecha con todo lo previo…el resto era yapa.
Eran noches que en mi cortita vida se convertían en las más perfectas de las disfrutadas. Terminaban con la misma ansiedad con la que empezaban, esperando despertar al día siguiente, para desayunar los restos de pan dulce, con la familia y amigos que se habían quedado a dormir. Una de esas tantas noches terminó con alegría extra: mientras todos intentábamos dormir, y en medio de la oscuridad, uno de mis hermanos que se había inaugurado en la sidra del brindis, empezó a correr alrededor de la mesa, riéndose a carcajadas. Las carcajadas se contagiaron entre todos los que estábamos, y mi abuelo tuvo que agarrarlo y frenarlo, para convencerlo de que se fuera a dormir.
Me parece que ya conté una vez que me enteré tarde de la verdadera identidad de los misteriosos regaleros, pero lo que vale la pena recordar es que me sugestionaba solita para convencerme de la existencia de la magia.
Así fue que, luego de haber descubierto la verdad, en una ocasión en que los “Reyes” nos regalaron un juego de hamacas, descubrimos las huellas de los camellos en el camino de entrada a mi quinta. Jamás supe como fue que llegaron las hamacas, ni si mis papás se tomaron el trabajo de hacer huellas en la tierra, pero sí se que ese día me regalaron una linda duda y las ganas de volver a creer que había alguien que cumplía mis deseos sin esfuerzo.

Me quedé sólo con las palabras de la angustia, las que llenan lo profundo de la llaga.
Y ahora me cuesta pensar o recordar más allá de lo que me muestra que me es inmerecido este momento. Porque nunca supe ser de otro modo. Porque nunca lo intenté, aunque a veces me provocaran. Y porque hoy se que no quiero serlo.
No me tranquiliza la conciencia lo que me hace feliz. Por eso, me duele la facilidad con la que decepciono; la liviandad para menospreciar el costo de conseguir lo que valoro; la ligereza para presumir mi voluntad. Porque así me asumen indiferente, vulgar, superficial, indolente.
Y aunque siempre me sea más fácil soportar las faltas padecidas que fallar, y me acostumbre a acobachar lo bueno cuando hay, sin esperar lo que yo misma a veces no se dar, aún no aprendí a tolerar la frustración de los que quiero.

Primeros abandonos

Por imposición de elecciones ajenas o por las propias, siempre estudié en colegios y universidades que quedaban a más de 40 cuadras de mi casa.
Con la excusa de la distancia, me obligaban a despertarme tempranísimo para llegar a horario, madrugando antes mi envidia a las que vivían a dos cuadras, y tenían tiempo para volver a su casa y buscar el mapa con división política que la maestra nos había mandado traer el día anterior.
La distancia me obligaba también a dejar de lado mi repetidas ganas de irme a casa a almorzar las sobras de la noche anterior, mientras vería en la tele a Carozo y Narizota, y resignarme a ser una más del montón, sentada en el comedor del colegio, comiendo la milanesa menos tentadora del planeta, en platos de un desconocido material irrompible, y una gelatina servida en vasitos plásticos de cafe.
Así, entre concurrencias de dobles turnos, y tardes leyendo en bibliotecas, pasaba más de las tres cuartas partes de las horas útiles del día dentro de los claustros estudiantiles para no perder el tiempo en viajes.
Pero un vez, mi estadía en el colegio superó lo que mi cuerpo y mente estaban habituados a aceptar.
Sucedió una de esas pocas tardes en las que no tenía actividad extraescolar y salía del colegio al razonable horario de las 16 hs. Pero, por una razón que desconocí hasta muchos años después, ese día se olvidaron de ir a buscarme.
Y me quedé esperando en el hall. Al principio sin notar la demora, jugando con algunas compañeras; después sola, dibujando en el piso con el aserrín que tiraban siempre los días de lluvia.
Pero a las dos horas, comencé a desesperar, justo después de que la última rezagada mamá pasara a buscar a mi afortunada compañera, y me preguntara con cara de asombro si mis papás estaban demorados, y si quería que ella me llevara casa, a lo que, por verguenza supongo, le contesté irremediablemente que no.
Después, la angustia. Ni un solo ruido en todo el colegio. Solo monjas que iban y venían, dándome palmaditas en la cabeza. Me moría de ganas de hacer pis, pero no me quería mover del banco por las dudas de que llegara alguien en mi búsqueda y se pensaran que ya me había ido.
Y la angustia y la desesperanza llegaron a su punto máximo cuando vino la directora del colegio a ofrecerme cenar un sandwich y una manzana que traía en la mano. Solo aguanté a que se fuera, luego de mi respetuoso rechazo, y me largué a llorar: ¡cenar en el colegio....¡¿a quién se le puede ocurrir algún ofrecimiento más desagradable para una niña de 11 años?!. Ya era suficiente con tener que almorzar ahí, para encima verme obligada a ver la oscuridad de la noche, sentada en un banco del colegio, sola, comiendo un sandwich, invitada por una monja.
A esas alturas ya me resultaba increible pensar en mi rescate. Pero llegó de manos de mi mamá, a eso de las 8 de la noche.
Mucho tiempo después me explicarían que ese día debía buscarme mi papá, quien vaya a saber porqué pensó que él sólo debía encargarse de mis hermanos (que iban a un colegio a dos cuadras del mío), y que a mí me retiraría mi mamá. Gracias a que mi ausencia se notaba, al llegar a casa mi mamá preguntó por mí, se enteró del malentendido, y salió rápidamente en mi búsqueda.

El tiempo pasa, y los abandonos de antes se van convirtiendo en anécdotas con gracia, reemplazados por abandonos actuales, insuperables en sufrimiento, hasta que uno nuevo, le saque el primer lugar en el campeonato de los malos momentos. Puro entrenamiento.