Cine continuado

Ya está. Con esto ya puedo retirarme de lo que apenas empieza a tomar forma; aunque habiéndole tomado el gustito, ahora quiero más.
Este proyector a pulso de Fisher Price fue el primer juguete que deseé tener antes de haberlo descubierto en alguna de las ferias; sólo lo había visto en el blog de un coleccionista con la más cruda de las envidias.
Resignada a no toparme con él, paseaba por una feria hasta que lo encontré. Como habitualmente cuenta una amiga, el corazón me empezó a latir rapidísimo, y debí contener mi ansiedad por apoderarme de él y las ganas de gritar de entusiasmo, solo para no avivar al dueño del puesto de que era capaz de vender mi alma a cambio (y para no ganarme los retos de quienes me acompañaban). Y lo increíble fue que todo estaba a mi favor: funciona perfectamente, está en buen estado, el precio no era exorbitante, y encima pude regatearlo al 80% de lo que me dijo.
El que tenía cuando era chica, tenía un cassette de la Pantera Rosa, mientras que este tiene una película de Disney, con Mickey Mouse, el Pato Donald y Pluto. No se como fue que llegué a tenerlo, porque no dudo que debía ser muy costoso. Sea como sea puedo dar fe de que lo disfruté, y valió cada peso gastado, tal cual sucede con este.
Lo único que recuerdo en relación a este juguete, es que lo usaba una y otra vez antes de dormirme. Supongo que habrá sido la causa de que durante muchos años en lugar de contar ovejas, me durmiera imaginándome historias con mis personajes animados favoritos.

Me provoca mucha satisfacción saber que lo tengo, que me vuelve a pertenecer, que está ahí disponible para que en cualquier momento mis manos sean las que crean el movimiento, las que convierten el juguete en algo mágico. ¡Y todo por el mismo precio!.

Acá les dejo el la pelicula



Un cine personal; la magia; volver a disfrutar; lo más deseado; lo casualmente encontrado; una felicidad ingenua pero auténtica. Muchas sensaciones, que empiezan y terminan en la misma coincidencia.

No somos ni seremos nunca los de antes

Puesta a prueba una vez más, voy encontrándole la vuelta a tolerar el rebrote de cierta angustia y a buscar mi mejor perfil para no intoxicar todo mi espacio con la tristeza que me coquetea más que nunca estos días.
Porque ya me acostumbre a esta hermosa armonía que me regalaron, y no quiero apostarla. Puedo animarme a hacerla a un lado un instante en busca de más, pero sólo si se que no pierdo ni una pizca de la que cuido.
Por eso hoy comparto el silencio de mis dudas, sin segundas intenciones; y no enfurezco ni lloro por lo que no vale ni una mueca triste. Por eso hoy no me hago a un lado, ni exagero mis malos ratos. Por eso hoy no entrego mi espíritu en el mercado negro. Porque me duele alejarme y me desespera no saber volver.

No soy ni seré nunca la de antes, porque ahora cargo con dolores que ocupan espacios, pero también porque hay amores (muchos en uno) que supieron traerme de la mano hasta acá, y a los que les debo mucho más que lo que yo era, no sólo por gratitud sino por mérito.


Luz, cámara...acción


Ya era grande cuando llegó este proyector a casa, pero como con tantas otras cosas, fui quien más se apasionó con el nuevo entretenimiento. Por eso, era la única que disfrutaba de la mise en scène que yo misma construía alrededor del ratito que duraba la proyección: butacas improvisadas con almohadones en la cama de mis papás, galletitas y jugo preparados, música de fondo, luces apagadas, el llamado a silencio y...acción. Alguna vez incluso, escribí unos diálogos que leía mientras proyectaba la "cinta", entonando voces e improvisando algunos efectos de sonido con golpes de puerta, papeles arrugados y demás.
Y así fue, porque me gustaba más ver disfrutar que sentarme a gozar.
Por eso era capaz de pasarme toda la tarde preparando cenas, tortas, y regalos para los cumpleaños y aniversarios, u organizando teatros de títeres caseros para entretener a mis hermanos, o perderme una fiesta haciendo de camarera o baby sitter Hasta se convirtió en una costumbre que regalara mis cosas preferidas sólo para ver caras de sorpresa y contento de quien creí que se merecía esa dedicación especial.
Y así es, porque aunque algunas veces cayeron en saco roto mis atenciones, he tenido la suerte de que la gratitud del resto fuera suficiente para que aún hoy insista en la regalería de buenos momentos.
Subida a ese tren, nada me limita, ni siquiera el riesgo a padecer en carne propia alguna carencia; porque cualquier malestar es sobradamente aliviado por el bienestar de quien quiero; y porque como reza el lema de mi historia "Dios siempre provee".
Me conmueve y gratifica plenamente saber que le doy la posibilidad a quien quiero de disfrutar lo mismo que yo disfruté, con la misma intensidad con la que yo lo hice. Y la satisfacción es muchísimo mayor si colaboro en que pueda gozar lo que no está a mi alcance.
Pero la recompensa menos esperada y más hermosa, es haber encontrado personas que me han regalado mucho más que buenos momentos, más que lo que yo puedo ofrecer, y que me enorgullecen eligiéndome íntimamente para merecer sus dones, conservar sus silencios, cuidar sus secretos, y oírlos llorar.
Quiero más de cien vidas para estar al lado de ellos.

Singular

En el ejercicio de una práctica que no me gusta (leer varios libros a la vez), vengo forzando a mi mente a encontrar relaciones entre relatos y conclusiones que mantengan vigentes en mi memoria las historias leídas y mis percepciones iniciales. Caí de prepo en el vicio, por encontrarle rápidamente un sustituto a un libro que estaba buscando, y que por ansiosa hallé antes de lo previsto. No me quejo, el resultado es sutilmente interesante.
El que rastreaba ansiosa es Vidas imaginarias, un compendio de relatos sobre lo que el autor imaginó que había detrás de la vida contada de personajes históricos. El reemplazo, nada menos que un ensayo de Schopenhauer sobre la mentira de la individualidad y el pesimismo existencial (porque cuando busco suplentes no me conformo, me supero).
Y en la mezcla, me doy cuenta de lo afecta que soy a crear vidas imaginarias e imponerlas como ciertas; a convencerme que conozco con precisión las supuestas leyes naturales que rigen los errores y aciertos de la vida de los otros, y que soy depositaria del atajo que las esquiva; que veo lo subrepticio, que se leer entre líneas, que conozco lo que los demás esconden; que tengo la explicación para todo; que soy capaz de vaticinar fracasos; y todos los etcéteras ridículos posibles.
Como si hubiera una única historia escrita, con miles variaciones superfluas. Como si los errores tuvieran una única causa y consecuencia. Como si alguien fuera simple y evidente, siquiera para sí mismo.
Todo es mucho menos simple de lo que parece. Seguramente por eso el mecanismo de defensa sea creerlo obvio.

Condimento: alguna vez, mi absoluta fe en mis capacidades extraordinarias, convenció a mis compañeras de colegio que podía hipnotizar personas. La sugestión fue tan efectiva que logró que dos de las pacientes confirmaran asombradas mi habilidad simulada.

De un cubo a una sonrisa

Este es uno de los más antiguos juguetes que recuerdo haber tenido. Asombrosamente lo encontré de casualidad, como todo lo bueno que vengo hallando. Verlo así, idéntico al que tenía entre mis piernas a los 3 años, me lleva sin escalas a la casa de mis abuelos paternos, donde me sentaba debajo de la escalera para jugar con él; la escalera que ocultaba una despensa, que era el almacén de la comida de reserva, de mis juguetes, y mi escondite preferido; en un departamento moderno, de dos pisos, al que después de ver “Blanco y Negro”, aprendí a llamar “pen house”, para darme corte ante mis amigas; el mismo donde descubrí en el dintel de la ventana de la cocina, la cajita donde mi abuelo guardaba los dientes que mis hermanos y yo le canjéabamos al ratón; y que en el living donde Paquita nos conoció, tenían un piano que me atraía incontrolablemente, consiguiendo que varias veces me agarrara los dedos con la tapa por intentar tocarlo sin permiso; ubicado en el piso catorce, desde donde tiraba las bolitas que sacaba de la planta del baño que crecía mágicamente (porque mi abuela me había contado que esas bolitas eran hoja, fruto y semilla a la vez); el baño miniatura, donde todos los días que entraba me golpeaba la cabeza con el lavatorio, para rememorar en cada llanto la cicatriz que me veo todos los días en el espejo y que me hice al abrirme la frente con el marco de su puerta por ir corriendo tras de mi mamá; el último departamento de un edificio que sigue estando al lado una peluquería que aún se conserva igual a como la recuerdo, donde me peiné para ir al casamiento de mis tíos, en el que fui la dama de honor que llevó las alianzas al altar, luciendo vanidosamente un hermoso vestido de broderie blanco con aplicaciones de florcitas rosas, que me había confeccionado mi abuela, creo; un vestido digno del cuento de Cenicienta, que se convertiría en la encarnación de mi propia fantasía encantada, a pesar de haber sido estropeado esa misma noche con una inmensa mancha de chocolate que escupí, luego de darme cuenta que el bombón que me robé de la mesa de dulces tenía licor.
Todos esos recuerdos me trae ese cubo, así encadenados con la inocencia, enmarcados por la sonrisa que me provocan.
Quiero más de estas chispas; estas son las vueltas que me hacen bien.

A jugar...otra vez


El año pasado, Papa Noel me trajo de regalo el Monopoly (para quienes no lo conocen, la versión yanqui de El Estanciero). Y hace un rato, me dejaron de sorpresa la versión virtual (que conste que paré de jugar solamente para compartir mi emoción).
Adoro este juego desde chica, supongo que porque era el único con el que fácilmente convencía a mis hermanos de jugar juntos (siendo la única mujer entre varones, rápidamente perdí mis escasas oportunidades cuando se dieron cuenta que no me necesitaban para divertirse).
Era el juego típico de los días en mi quinta, sentados en la mesa del quincho, con el que pasábamos horas apasionados como si fuéramos los Trump del verano. La única pelea segura surgía al momento de decidir quien sería el banquero; después, sólo risas cuando ganábamos plata con el Arca de la fortuna, y burlas con morisquetas cuando alquno debía pagarnos el alquiler de nuestra propiedad edificada con dos hoteles.
En las familias numerosas, los juegos de mesa han sido siempre la mejor solución para mantener quietos y contentos a muchos con un único esfuerzo. La mía ha sido gustosa el ejemplo viviente de esta máxima: con mis hermanos al Monopoly; con mi abuelo al Dominó; con mi papá al TEG; con mi mamá a las cartas; cuando quiero ganar, al Rummy; cuando me resigno a perder, a la Batalla Naval...
...y así pasaría días jugando, encarnizadamente, como cualquier nene; festejando con una vanagloria que durará días cuando gano, o con el enojo injertado en mi cara cuando pierdo.