Reflexion

Qué alivio me provoca comprender; aunque el resultado no me agrade o no me sane, me alivia.
Será que no se tolerar la incertidumbre. Prefiero el error de una decisión apresurada -y en todo caso, el esfuerzo para enmendarla-, que la angustia de no saber para donde correr.

Me falta barrio...

A pesar de haber vivido muchos años en un barrio de los de antes, nunca tuve amigos de la cuadra, ni salí a jugar a la vereda, ni me saludaba el diariero cuando pasaba con las facturas de la mañana. ¿Será por eso que hoy se me hace extraña (y algunas veces intolerable) esa convivencia forzada con quienes están habituados a empatizar, chusmear, y conversar sin pedir permiso?.
Ya conté que iba a un colegio que estaba lejos de casa; y tardé años en descubir que una compañera vivía a una cuadra y media. La casa en eterna construcción, hizo el resto para dejarnos del lado de adentro, y sólo con los nuestros.
La única vez que recuerdo haber tenido una aproximación a la sensación de comunidad vecinal, fue en mi adolescencia, cuando nos mudamos a una casa que lindaba con una “Dietética”. Su dueña, Blanca, nos fiaba siempre las galletitas y antojos de la merienda, y hasta les prestaba plata a mis hermanos para pagar el taxi de la vagancia; teníamos algo así como una cuenta corriente con giro en descubierto, que mi papá después atendía devolviéndole el dinero.
Pobre Blanca, su bondad no le trajo buena suerte, porque a pesar de que éramos nosotros los despistados que más de una vez dejamos las llaves puestas del lado de afuera de la puerta de entrada, y que ella rescataba antes de que alguien se diera cuenta, fue a su negocio al que entraron varias veces a robar impiadosamente.
¡Ah, me olvidaba de la vecina de mi quinta!, a quien más valía perderla que encontrarla, porque era la que venía con los cuentos de los pitufos asesinos y los hombres-gato violadores. Con ella y su familia sí tuvimos cierta afinidad vecinal, porque algunos fines de semana los invitábamos a cenar o a la pileta, como gesto de gratitud a la buena disposición que demostraban cuidándonos la casa mientras no estábamos, o dándoles de comer a sus perros con la comida que le dejábamos a los nuestros (según la versión mal intencionada de mi abuela).
Aunque mi familia numerosa no me daba excusas para quejarme de aburrimiento, debo confesar que siempre quise un poco de esa vida de barrio, de la que se mostraba en Clave de Sol, o en Verano Azul.
Pero la situación nunca cambió.
Hoy vivo en el barrio más impersonal de todos; uno donde cualquier "pasajero en tránsito" se cree dueños de sus bares, de sus bancos y de las plazas; en donde la única persona que se acuerda de mí, es la dueña del lavadero a quien ya le pagué dos vacaciones; en donde animarse a salir en jogging y zapatillas a las dos de la tarde es un acto de autoestima; en donde jamás te encontrás a la vecina del 4to en el supermercado, porque para donde mires tenés oficinistas comprando tarta y yogurth; donde las zapaterías hacen “arreglos en 2 hs”, y la única verdulería de la zona vende la fruta por unidad.
Vivo en un barrio ajeno, que no es de nadie, aunque me esfuerce por sentirlo propio.
Cuando quiero pasear en él, debo esquivar los pasos veloces de otros que allí trabajan, y cuando corro a trabajar me pierdo en esa inmensidad de desconocidos, sin que nadie se de cuenta que un domingo me pueden encontrar en la misma calle.
Pero los fines de semana es toooodo mío: mío el silencio del mediodía, mía la calle vacía, mía la plaza sin chicos, mío el primer lugar en la cola del super, y el desubicado sonido de los pájaros.
Un barrio ecuménico, con poco de barrio, pero al que le voy agarrando el gustito.