No necesito psicoanálisis para descubrir que mi obsesión por el orden tiene origen en mi infancia.
De la suma de la escacez económica y una casa en construcción, resulta la falta de espacio; y de ahí a vivir 11 eternos años durmiendo junto a una mesa de comedor y un bargueño, hay sólo una mudanza.
Así fue, cuando a los 6 años nos mudamos del modesto pero confortable dos ambientes en el que cabían mis papás con tres criaturas, a una casa inmensa en la que su eterna construcción, sólo dejaba habilitados tres ambientes.
Allí perdí el privilegio de la distribución, y pasé a compartir el dormitorio con mis hermanos y con todo el rejunte de muebles que se querían conservar y no había donde poner. La inmensa mesa de comedor, transformada por la necesidad en escritorio, arrimada junto a un bargueño que varias veces me marcó con moretones mientras intentaba esquivarlo al levantarme al baño durante la noche, convertían esa gran habitación en un laberinto.
Pero la incomodidad tenía su ventaja en la proximidad: podíamos hacer la tarea, merendar y jugar en el mismo lugar; y de paso, dar rienda suelta a la curiosidad, husmeando en los cajones y estantes, donde mis hermanos "rescatarían" la colección de autitos antiguos de mi papá para jugar a las carreras con ellos, y yo descubriría que el wisky que guardaban en el bar no servía para jugar al te con las muñecas.
Supongo que habrá sido por esa carencia de espacio, que mi papá jamás se sacó la costumbre de apilar libros por cualquier lado. Mi casa no era mi casa si no encontrabas una taza de café , el peine o el teléfono arriba de una columna de libros.
Durante un tiempo, que duró lo que un suspiro, tuve el honor de tener un dormitorio sólo apto para dormir, ubicado técnicamente en medio de la cocina; allí sí pude despacharme a gusto comprando un hermoso velador para mi mesita de luz que guardaba zapatos, y ordenar mi incipiente biblioteca en el escritorio que la humedad, que ya hacía estragos en mis pulmones, deformaría hasta el punto de que los estantes parecían sonreir.
Así es como hoy, el orden puede ser la razón de una discusión visceral o el motivo para descartar la adquisición de un bien preciado, sólo porque no tengo donde ponerlo.No acepto -inexorablemente- cajas guardadas en armarios, llenas de objetos regalados o comprados para ser exhibidos; ni tolero libros sobre el piso, o papeles fuera de los cajones. Porque en mi mundo ideal todo tiene su lugar, y esos lugares no se crean, se encuentran.
Sí, se que soy obsesiva, y me enorgullece serlo, porque así valoro mi casa, aprecio a quien regala y a quien visita; y mis concesiones, valen doble.
De la suma de la escacez económica y una casa en construcción, resulta la falta de espacio; y de ahí a vivir 11 eternos años durmiendo junto a una mesa de comedor y un bargueño, hay sólo una mudanza.
Así fue, cuando a los 6 años nos mudamos del modesto pero confortable dos ambientes en el que cabían mis papás con tres criaturas, a una casa inmensa en la que su eterna construcción, sólo dejaba habilitados tres ambientes.
Allí perdí el privilegio de la distribución, y pasé a compartir el dormitorio con mis hermanos y con todo el rejunte de muebles que se querían conservar y no había donde poner. La inmensa mesa de comedor, transformada por la necesidad en escritorio, arrimada junto a un bargueño que varias veces me marcó con moretones mientras intentaba esquivarlo al levantarme al baño durante la noche, convertían esa gran habitación en un laberinto.
Pero la incomodidad tenía su ventaja en la proximidad: podíamos hacer la tarea, merendar y jugar en el mismo lugar; y de paso, dar rienda suelta a la curiosidad, husmeando en los cajones y estantes, donde mis hermanos "rescatarían" la colección de autitos antiguos de mi papá para jugar a las carreras con ellos, y yo descubriría que el wisky que guardaban en el bar no servía para jugar al te con las muñecas.
Supongo que habrá sido por esa carencia de espacio, que mi papá jamás se sacó la costumbre de apilar libros por cualquier lado. Mi casa no era mi casa si no encontrabas una taza de café , el peine o el teléfono arriba de una columna de libros.
Durante un tiempo, que duró lo que un suspiro, tuve el honor de tener un dormitorio sólo apto para dormir, ubicado técnicamente en medio de la cocina; allí sí pude despacharme a gusto comprando un hermoso velador para mi mesita de luz que guardaba zapatos, y ordenar mi incipiente biblioteca en el escritorio que la humedad, que ya hacía estragos en mis pulmones, deformaría hasta el punto de que los estantes parecían sonreir.
Así es como hoy, el orden puede ser la razón de una discusión visceral o el motivo para descartar la adquisición de un bien preciado, sólo porque no tengo donde ponerlo.No acepto -inexorablemente- cajas guardadas en armarios, llenas de objetos regalados o comprados para ser exhibidos; ni tolero libros sobre el piso, o papeles fuera de los cajones. Porque en mi mundo ideal todo tiene su lugar, y esos lugares no se crean, se encuentran.
Sí, se que soy obsesiva, y me enorgullece serlo, porque así valoro mi casa, aprecio a quien regala y a quien visita; y mis concesiones, valen doble.