Adolece que no es poco

Así como tuve una infancia digna de recordar, tuve una adolescencia perfecta: adolecí de principio a fin.
Ayudada un poco por las circunstancias de ser la hermana mayor que cuidaba de sus hermanos mientras sus papás trabajaban y estudiaban, y de vivir en una casa en permanente construcción, donde la visita nunca se sentiría cómoda, apliqué perfectamente para ser la chica retraída y rara, que cualquier joven o jovencita en su sano juicio evitaría contactar.
Y salvo alguna que otra excepción, el esfuerzo dio excelentes resultados, ya que no tuve la más mínima identificación con mis pares: no fui fanática de ningún grupo de rock; no me importaba vestir ropa de marca; no tuve aspiraciones (ni inspiraciones) por ningún galán de novela; no llené mi cuarto de posters de cantantes (apenas, en algún frustrado intento de sentirme "normal" tapé las manchas de humedad con publicidades recortadas de revistas); no hice la dieta del yogurth; no me rateaba del colegio; jamás fui a un examen sin estudiar; no le mentí a mis papás sobre mi salidas; prefería leer, escuchar música clásica, comprar libros en lugar de ropa, ir al Colón antes que al cine, quedarme en casa cocinando para mi familia, en vez de ir a una fiesta...
Incluso las excepciones a mis extravagancias provocan más lástima que complicidades, porque salvo una vez, siempre fueron motivadas por la presión constante e inconciente de querer pertenecer.
Así una vez, ante la cuerda negativa de mis compañeras a hacer papelones a lo grande, tuve la osada idea de ofrecerme para llamar por teléfono a Pablo Rago (en ese momento galancito y protagonista exitoso de Clave de Sol) para convencerlo de que fuera de visita a mi colegio. Llamé haciéndome pasar por una de las actrices de la novela, pero cometiendo la torpeza de presentarme con el nombre del personaje y no con el real. Mi falta de perspicacia hizo que quien estaba del otro lado del teléfono (afirmando ser el galán en cuestión) sintiera compasión por mí, y después de complacerme con unos minutos de charla histérica, prometiera ir a mi colegio a visitarnos a mis compañeras y a mí. Ilusa, le creí; creí haber hablado con Pablo Rago, y creí que vendría al día siguiente a mi colegio. Hasta tal punto le creí, que mi incontenible ansiedad por dar la noticia de que había pasado mi prueba de fuego para pertenecer al club de las "normales" no me dejó dormir esa noche. Recién después de desparramar la novedad entre todas mis compañeras me hicieron dar cuenta que jamás le había dado la dirección de mi colegio.
La única excepción a mis excentricidades adolescentes de la que puedo hacerme cargo por haberla pergeñado en pos de mi más egoísta interés, es haber tenido dos novios al mismo tiempo.
Un mes antes de cumplir quince años, me puse de novia con el único motivo de llenar el casillero correspondiente. Al poco tiempo, conocí a otro chico con capital suficiente para conquistar mi corazón libertino y ponerle varias monedas a mi ego. Y bien, como pasa en las películas, ambos pretendientes terminaron en mi fiesta quinceañera enfrentados por mi "amor": uno sin enterarse que yo había decidido poner fin a nuestro noviazgo, buscando trompear al otro que no había sido invitado, pero que sí era más que bienvenido y merecedor de mis besos a escondidas. Pero como pasa en la vida real (al menos en la mía), ninguno de los dos pensó que yo valía tanto como para irse con un ojo morado, y al mes siguiente me quedé sin el uno y sin el otro.

Un día dejé de lamentarme por no pertenecer, y me dediqué a disfrutar de quien era y lo que hacía. Ese día me di cuenta que había todo un mundo que no pertenecía.

Vi una foto, una más de las que ya vi cientos de veces; y como cientos de veces lloré, otra vez.

La vi en un lugar ajeno, de quien deja saber que la encontró por ahí, probablemente sin buscarla, y quien seguramente no lloró al verla, pero entendió; por un instante al menos entendió mi dolor intenso, inacabable, igual al de muchos, demasiados.

Es inevitable que me acuerde de los momentos en que las lágrimas eran lo único que podía decir; que me de cuenta, una vez más, de todo lo que ya no va a pasar, lo que jamás voy a poder escuchar, esperar, compartir, estrechar.

Hoy tengo el alivio efímero de poder recordar con alguna sonrisa todo lo anterior al llanto, de extrañar contando y escuchando.Pero dura poco, y no alcanza para calmar la memoria que se prende con el calor, con una canción, con un lugar, con una foto, con un abrazo, con una fecha...en infinitos momentos.

Y debo ser feliz, por mi, por él, para los míos, porque no tengo derecho a desperdiciar mi abundancia.

Mientras, el resto ignora, y habla, y exige, y chilla; mientras, otros ven y lloran.

Que así sea

"Quiero seguir creyendo en lo que no veo,
inventar lo que mi razón necesite para que aparezca la ilusión
Creer que siempre puedo tener más que lo que la costumbre da

Quiero esperar despierta mi sueño
Y merecer esa fe
Y querer siempre más
Y que la ilusión sea eterna"

Cuando todavía creía que el ratón construía su casa eligiendo los dientes más fuertes y limpios de los niños, descubrí en una cajita de terciopelo, apoyada en el dintel del ventiluz de la cocina de mi abuelo, que ahí estaba su depósito de ladrillos. Y ese día fue el fin de mi ilusión.
Porque durante un tiempo, cuando mis dientes se pusieron testarudos, empecé a creer que el ratón podía querer cosas mucho mas interesantes que mi cuidada dentadura - con tantos "ladrillos" acumulados ya se debía haber construido el Taj Mahal-; y por eso dormía la siesta con algún libro de cuentos o algún juguete debajo de la almohada esperando su visita. Lo asombroso es que cuando despertaba, la realista inconcreción del trueque no me decepcionaba, sino que me impulsaba a pensar qué otro objeto ofertarle al incógnito, atento el "evidente" desinterés en lo ya ofrecido.
Subida al mismo tren de la credulidad, varias veces vi a Papá Noel volar por el cielo, e incluso fui testigo de las huellas que los camellos de los Reyes Magos habían dejado en mi quinta al traernos los regalos.
Creí también ver al hombre que le sacaba punta al obelisco; que las "monchetas" que mi abuelo anunciaba como menú del día eran las albóndigas que finalmente terminábamos cenando; y que cuando papá nos contestaba que íbamos a "a sancochar la mangroya", eso significaba que realizaríamos alguna actividad (vaya a saber uno cuál) en las bodegas que estaban debajo de los arcos de Juan B. Justo, nuestro destino final.

Y un día, dejé creer que si me tragaba las semillas de la mandarina me crecería un árbol en la panza; dejé de dormirme temprano para que la noche pasara más rápido; y dejé de esperar a que finalmente me cuenten el Cuento de la Buena Pipa.
Pero sigo creyendo en muchas cosas que no puedo comprobar ni ver: algunas, sólo por las dudas; y otras, sencillamente porque me inspiran, de crédula que soy nomás.


Saltando

(no es el mejor día, ni en el que tengo más ganas, pero de alguna forma debo esquivar la caída...acá vamos)

Mi reconocida capacidad de acomodarme a lo que se me impone, sólo una vez faltó a la cita; y aún a costa de la desesperación del momento, pude comprender que la ausencia fue necesaria para que mi vida cambiara de rumbo, y mi adaptabilidad volviera recargada, saliéndose de su habitual papel, funcional a mis miedos y a mi inacción.

Ahora, a la vista de algunas anécdotas, mi adaptabilidad no resulta nada extraña.

Motivada por la intensa vocación de mis padres, debí acostumbrarme al permanente contacto con sus actividades laborales. Y como de la costumbre al gusto el trecho es corto, mi creatividad infantil enseguida tomó una orientación fuera de lo común.
Desde bebé compartí el espacio de trabajo de mis papás y todas sus circunstancias: siendo amamantada entre expedientes, jugando en el cesto de basura con bollos de resoluciones mal redactadas, poniendo cargos y sellos en hojas de "Uso oficial", escribiendo en Olivettis con un Sera Justicia indeleble impreso en la cinta, o durmiendo en la sala de audiencias. Así pasaba cuando me enfermaba, cuando no había colegio, o cuando iniciaba mis vacaciones un mes antes que la "feria". Más de grande incluso acompañaba a mi papá a dar clases a la facultad, quedándome dormida en el aula o en el despacho del Decano.
Más vale que, en ese contexto, mis actividades preferidas no eran dibujar montañas ni cortar papeles con tijera, sino imitar fielmente todo lo que me rodeaba: así fue que varias veces intenté engañar a mi mamá con intimaciones de embargos escritas a máquina, diciéndole que me la había entregado un señor en casa (recuerdo que una vez realmente pensé que me había creído); o que jugaba a ser juez, sentada en el imponente sillón de la sala de audiencias, tomándole declaración a los testigos invisibles, mientras cumplía a su vez el honrado papel de escribiente.
No es casual entonces, que cuando estaba en 7mo grado, fuera a mí a quien se le ocurriera escenificar un juicio para decidir si Fulana podía o no pertenecer a "nuestro" grupo de amigas. Hubo jueces, abogados defensores, imputaciones, declaraciones de testigos y confesiones, pero todo terminó en un sufrido y conmovedor llanto de la "acusada" ante la humillación que le hicimos padecer. Juro ante la ley que siempre me arrepentí de semejante ocurrencia.
Y fui más grande y las circunstancias ya me habían curtido: disfruté días de mis vacaciones ayudando a mi papá a recortar y pegar artículos jurídicos para armar sus fichas de trabajo; elegí "Las leyes" de Platón como material de lectura para la lección de Lengua de sexto grado; forjé un carácter peleador y sofista, que me llevó a merecerme el premio "Canillita" porque "siempre tengo la razón"...

Sigo así, adaptándome a donde estoy, a quien me lleva, encontrándole placer a la vocación de otro y convirtiéndola en un gusto personal. Y esa es una de las pocas consecuencias que le puedo agradecer a mi cómoda antirebeldía.


Un poco más allá

Últimamente tengo una realidad intrusa que le quita lugar a mis recuerdos. Y quiera o no, necesito ocuparme de ella, aún a costa de alguna decepción.
Por eso escribo, para encerrar mis impaciencias y escrúpulos fuera de mí; para que no pase el momento justo y yo vomite lo que venía escudriñiando en mi cabeza, cuando solo me ponen la mano en el hombro.

La excusa está en un cuento que leí:

“Si me caso…aquí no ocurrió nada y a deslomarme como siempre, que el ser jefe de familia no le autoriza a trabajar menos a uno. Dentro de nueve meses tendré un hijo y dentro de un año haré también lo que hacen todos los hombres casados: mirar a otras mujeres y cometer sus pequeñas infidelidades…dentro de dos años no cometeré pequeñas infidelidades, sino sabrosos adulterios, actitud que no me impedirá despotricar contra los inmortales que se pavonean con una querida ostensible” Ni vicios ni hipocresía me impedirá ser simultáneamente un buen padre y en rueda de amigos elogiaré espontáneamente a mis hijo, porque al ventosear ruidosamente o inundar la cuna de pis compiten con los del vecino…luego eructando las anchoas del vermut, acariciaremos con los ojos, desde la ventana del café, las pantorrillas de las mujeres que pasan, y como no se tratará de nuestras hermanas, ni esposas, con la fácil filosofía de los burgueses satisfechos de su encanallamiento, diremos que todas las mujeres son unas putas…”
“…Y la vida pasará así. ¡Oh, sí, sí! Podemos felicitarnos. Julia, a su vez, me narrará chismes respecto a sus amigas, la última camorra de Mengana con su esposo, el aborto de Fulano. ¡Delicioso!”.

Sin quitarle el crédito a mis percepciones de sexto sentido, a mis experiencias que predestinan comienzos y fines, y a mi subconsciente onírico, quiero huirle a la profecía autocumplida. Huirle, sí; porque no puedo hacerle frente. Porque le temo. Porque que acecha lo más querido; porque es cobarde y se oculta para olfatear debilidades propias y ajenas; por mentirosa, exagerada; por evitable; sobretodo por evitable.

Diario íntimo

Durante algún tiempo, en mi preadolescencia, tuve la constancia de llevar un diario íntimo. En él escribía, con una prolijidad impropia, cuando mi cabeza ya estaba saturada y no podía conservar más conclusiones: enojos con mis papás, peleas con mis hermanos, escenas de amor exageradas, algún sueño cargado de representaciones, o declaraciones sin destino.
Lo guardaba celosamente, y aún así la admirable habilidad de mis hermanos lo descubría en su lugar secreto. La travesura no quedaba en leerlo, sino en hacerme saber que había sido descubierta; entonces me buscaban y leían a los gritos, justo donde mencionaba el nombre del chico que me gustaba, o donde contaba las ganas que tenía de usar corpiño...efectivamente crueles, como todos los chicos.
Nunca más tuve un diario íntimo. Sí muchas, muchísimas hojas sueltas llenas de frases, poemas y relatos poco obvios, que desafiaban la perspicacia de cualquiera que se atreviera a husmear sin mi permiso.
Hoy tengo este espacio, que cumple a veces la función de desagotar mi cabeza, y en el que no corro riesgo de que nadie encuentre lo que no quiero que se sepa, porque lo que acá está escrito ya no es amenaza.

Antes de seguir

Hace un rato, después de varios días intermitentes en los que le escapaba a mantener mi atención concentrada, terminé de leer sacrificadamente (corte de luz de por medio) "El traje del fantasma" de Arlt: la fuga de un asesino que quiso encubrir su delito relatando un devenir de alucinaciones para convencerme de que su único problema fue haber aparecido desnudo. Finalmente pude cerrar la puerta de ese limbo creado que percibí interminable, tormentoso, pero demasiado conciente, y hasta fantásticamente inventado.
Pero no pude aún con la de mi propio limbo, igual de tormentoso y conciente, al que me es demasiado sencillo volver (más seguido de lo que quisiera últimamente), y nada gratuito salir. Un espacio de pensamientos omnipresentes, remordimientos y actitudes odiadas, que funcionan como un agujero negro que absorven mi tiempo entero, en el que doy vueltas mareada y sin ningún freno.
Y tengo la sensación de que extraño ese espacio, por conocido, acostumbrado, alejado, por ajeno al resto. Hay algo de nostalgia, porque es mi espacio de padecer, de esperar, de soportar, donde miro de afuera, siempre lejos de lo que se que merezco, lo que no hago ni busco ni exijo. Me vuelvo a acomodar en la vieja silla.
La mayoría de las veces ni siquiera se gritar a tiempo, y cuando alguien de curioso o de porfiado nomás, me tironea del brazo para sacarme termina rebotando con el latigazo. Porque mi caída nunca es inocua.
Una versión barata del síndrome de Estocolmo, en la que nos adaptamos a lo que no queremos, haciéndonos creer que sí, que algo de todo eso elegimos; y cuando nos alejan extrañamos esa comodidad de padecer, de sólo tener que soportar las cosas como vienen porque no hay por donde escapar.

"...tanto era mi afan de escapar de la llanura, de las mariposas dormidas, que todo sacrificio me pareció el precio adecuado de esa fuga..."

PD: hay que despejar el camino antes de seguir avanzando.

Trapitos al sol

No se si es poco o mucho, pero hubo sólo dos comentarios sobre mí que han tenido el poder de mantenerse vigentes en mi autoanálisis todo el tiempo; en un caso, expresamente alusivo: “sos brillante, no inteligente”; y en el otro, escondido en una calificación ajena (sin duda por desprejuicio y no por cobardía): “yo no soy auto referencial”.
Reconozco que su trascendencia no es sólo consecuencia del afecto y la admiración que les tengo a las dos personas que escupieron su acertada opinión, sino también de haber sido puesta en evidencia en el ejercicio de dos hábitos que me ocultaba a mí misma.
Y acá estoy, cayendo en la cuenta una vez más de mis vicios, y atrapada en sus redes; puedo dar fe que no será la última, aunque al menos esta se justifica por ser intencional. Porque hoy quiero adelantarme a una tercera atinada crítica, y comentarme a mí misma “callate a tiempo”.
A veces, muchas veces, casi todo el tiempo, debiera callarme y dedicarme a escuchar antes que a hablar. Pero me gana el género, la profesión, el impulso, las ideas omnipresentes y demás excusas que me apresuran a dar una opinión que luego se tornará insostenible, o a terminar contando lo que no quiero, a quien no quiero, a veces por atolondrada, otras por empatía, y otras sin ninguna razón aparente.
Y en el instante siguiente me arrepiento de que alguien más ande por el mundo con una memoria mía que seguramente no sabrá cuidar; y me agoto de escuchar mi voz; y de construir alguna defensa en mi favor; y me doy cuenta que perdí el tiempo sin disfrutar de escuchar a quien sí sabe qué decir, o de simplemente estar con quien el silencio no pesa.
Me avergüenza reconocerlo, pero si con esta confesión me aseguro más de esos momentos disfrutables, vale la pena poner al mundo al tanto de mi verborragia inútil. Sobretodo ahora, que tengo la suerte de que me sobren oportunidades para escuchar y estar.

De lo mejor a más



"Primer amor, nunca voy a olvidar

toda la emoción, de ese beso especial.
Fue muy fácil saber que nacía el amor,
cuando dijo que sí algo nuevo empezó..."




Iba tarareando ese jingle de Coca Cola, por el pasillo del colegio de mis hermanos, el día en que me sentí la más linda.
Ese día, como todas las tardes, por orden del comando mayor paterno, debía esperar a que salieran mis hermanos del colegio para volvernos todos juntos a casa. Obviamente, que entre hacer tiempo encerrada en mi colegio, donde pasaba 8 horas seguidas rodeada de mujeres y monjas, y esperarlos en su colegio, cuatro veces más grande que el mío, y rodeada de chicos, la segunda opción se convertía en la única sensata y hasta vital para mi salud mental.
Así fue como sucedió que ese día la vanidad me iba a encontrar sentada en uno de los bancos de cemento del patio chico, ridículamente vestida con uniforme y con la camisa arremangada, jugueteando con un reloj pulsera que me habían regalado mis abuelos, y del que vaya a saber uno porqué, hacía alarde.
Y así me encontró también un chico que se acercó y me dijo: -"Mi amigo gusta de vos y quiere conocerte"-. Mi respuesta fue rápida y ocurrente, como si estuviera acostumbrada a ese tipo de declaraciones: "que venga él entonces". Y él vino...junto a diez amigos más.
En medio del interrogatorio inicial, el nerviosismo de la situación me llevó a pararme y terminar acorralada por todos mis encuestadores contra una mesa de ping pong,
contestando lo que se me dio la gana, sólo para hacerme la interesante.
Ese histeriqueo duró un par de meses, durante los que mi enamorado (siempre con sus amigos a cuestas), me hacía sonrojar con sus halagos, me invitaba a fiestas y me proponía salidas que jamás acepté, por tener la certeza de que mis papás no me dejarían ir. La única vez que, casualmente, fuimos a la misma fiesta (la única a la que fui de mis 12 a mis 15 años), él terminó bailando con una compañera mía, mientras ella me miraba culposamente.
La historia que nunca empezó terminó con un llamado telefónico mío para pedirle con absoluta falta de modestia que no me siguiera ni me buscara más, ocultando así mi intención de no desobedecer el consejo materno de que "las nenas de 12 años son chicas para tener novio".
Cuando al día siguiente padecí su cumplimiento fiel a mi pedido, me di cuenta que jamás tenía que pedir consejos por adelantado...y menos a mi mamá.

Otras historias terminaron después, aún sin obedecer consejos; algunas por no obedecerlos.
Pero siempre está la segunda parte de la historia: una nueva aventura, o una de la misma saga, o simplemente una remake.
Sea como sea, será esa la historia que esperó pacientemente que la eligiéramos para protagonizar; esa por la que vale la pena desafiar consejos, volver a llorar y arriesgarse a la felicidad. Y en el amor, las segundas partes siempre fueron buenas.


Conciencia inoportuna

Si algo me diferenciaba de mis compañeras en el colegio, es que siempre tuve una conciencia extra (y desubicada espacial y temporalmente) sobre que todo el conocimiento que nos transmitían tenía una razón de ser, por más carente de utilidad que me pareciera en ese momento. Así perdí varios días estudiando los pasos de las danzas folclóricas, o buscando información sobre el puntillismo, o haciendo cuadros sinópticos para el taller de técnicas de estudio; o me gané enemigas haciendo un examen cuando el resto había decidido entregar la hoja en blanco, o protestando porque no quería pasar una prueba, o levantando la mano para responder a la tarea que nos habían asignado. Digamos, que para el público presente era una traga.
Pero la verdad es que jamás dejé de hacer nada que me gustara por estudiar o hacer la tarea; tampoco perdí demasiado tiempo estudiando, y menos cancelé alguna salida o resigné mis vacaciones por preparar un examen (salvo el First Certificate de inglés...al divino botón, pero bue). Lo único que me movía a "hacer las cosas como es debido" es que siempre fui metódica y miedosa (me hubiera desmayado del pavor ante una pregunta que no sabía contestar)...lo primero para curarme de lo segundo: puro utilitarismo.
No solo no me arrepentí en su momento de mi actitud -aunque más de una vez debí padecer mi constancia-, sino que en estos años de "adúltera" he podido comprobar que no me equivocaba y que, efectivamente, todo lo aprendido tiene una justificación.
Obviamente, que sabía que sería probabilísmo que jamás tuviera que hacer un cálculo de derivadas, o definir que es un hipérbaton, o encontrar la membrana plasmática en la yema del huevo, pero ya en ese momento inoportuno me podía dar cuenta que la capacidad de razonamiento se entrena con el análisis, con la memoria y con la práctica del conocimiento, sea cual sea la información que le demos para que se entretenga.
Además, reconozco -con humildad medida- que hoy puedo darme el lujo de patear algún banco y desafiar alguna consigna, porque aprendí a identificar quien merece mis respetos y mi atención.
Y lo mejor para mi (y seguramente lo peor para el resto), es que me creo con toda la legitimación necesaria para advertir a otros con la típica frase "ahora no se dan cuenta, pero cuando sean grandes..."