Camino

La verdad, es que hasta hace un par de años no le encontraba el más mínimo gusto a la caminata. Y por eso puedo recordar como hitos las pocas caminatas que atravesaron mi años menores.
Algunas tardes, mientras mi abuelo dormía la siesta, salíamos con mi abuela a caminar por los alrededores de mi quinta. A pesar de mi disgusto con el esfuerzo físico, encontraba placer en pasear admirando las ostentosas casas con sus inmensas piscinas (la de mi quinta era una linda pileta, pero la de esas mansiones eran "piscinas"), juntando semillas para plantar en el parque, o piedras para hacer centros de mesa; todo adornado con sus infaltables chismes sobre nuestros particulares vecinos (según ella, la casa de donde sacábamos las semillas de eucaliptus pertenecía a Pinky).
No lo disfruté igual cuando en nuestras primeras vacaciones a La Falda, mi papá quiso motivarnos a escalar durante horas, en medio del calor y la incomodidad de la montaña, con la visión de una catarata que encontraríamos al final del camino, y que se convirtió en un modesto chorrito de agua de deshielo que salía de un caño clavado en una piedra, y que apenas nos alcanzó para refrescarnos las muñecas, y saciar la sed que veníamos acumulando luego de nuestro picnic de sandwiches.
Pero hace dos años, la buena compañía y la búsqueda de silencio interno, me despertó el gozo más sencillo que conozco. En esos tiempos salía a caminar para escaparme de lo que no me gustaba, para encontrar instantes de lo que sí quería, para provocar ese viaje que me llevaría a París.
Hoy camino sin motivo, simplemente porque me hace bien estar sola, ser una más del montón; y siempre, siempre que camino recuerdo esa compañía que sin saber me enseñó que se puede comprar paz, a cambio de tiempo.