Someone reaching for me now
Through the dark, reaching for me now
You need someone to hear you when you sigh
Someone to wipe away those tears you cry
Someone to hold you 'neath the darkened sky
And someone to love you more than I

Te quiero en ese lugar donde mi amor es solo el principio

Buenas navidades

Hubo tiempos en los que adoraba la Navidad.
La esperaba ya desde mi cumpleaños, como el próximo acontecimiento al que le dedicaría mi atención durante semanas. Y como tantas otras veces, disfrutaba más del tiempo de espera que del ansiado día.
Aún conservo el esmero que me motivaba a pasarme muchísimas horas adornando la casa, preparando la mesa festiva, haciendo individuales en cartulina, centros de mesa con flores y piñas, y demás adornos que molestarían en el cruce de platos durante la cena; pero hoy se lo dedico a otros caprichos hermosos.
Las tradiciones en mi casa eran pocas: el árbol jamás se armaría el 8 de diciembre –a decir verdad, más por vagancia rebelde que por tradición-; todos debíamos estrenar ropa; y a la fiesta estaba invitado quien estuviera dispuesto a comer de postre una de las ensaladas de frutas más ricas del mundo.
A mí me bastaba imaginarme impecable con mi ropa de estreno, y acompañar a mi papá en las compras de las vísperas, para sentirme como si estuviera a punto de sentarme en el trineo con Papá Noel. Cuando ya tuve mi propio peculio, y no perdía tiempo escribiendo una cartita que jamás viajaba más de tres metros, mi clima festivo rebozaba al elegir los regalos que mi ansiedad siempre estaba a punto de revelar.
Mi euforia era tal, que disfrutaba hasta de ir a la misa de Noche Buena, porque era una ocasión perfecta para desfilar mi ropa nueva, como si fuera la novia que espera hacer su entrada triunfal.
Luego de la opípara cena que parecía destinada a saciar el hambre de la posguerra, salíamos al parque a mirar los fuegos artificiales, mientras uno de mis hermanos que detestaba los estruendos espiaba por la ventana (para él los fuegos artificiales debían venir con silenciadores, y la guerra debía definirse en un partido de fútbol).
Créanlo o no, los regalos eran el motivo menos alentador de mi alegría. Me sentía satisfecha con todo lo previo…el resto era yapa.
Eran noches que en mi cortita vida se convertían en las más perfectas de las disfrutadas. Terminaban con la misma ansiedad con la que empezaban, esperando despertar al día siguiente, para desayunar los restos de pan dulce, con la familia y amigos que se habían quedado a dormir. Una de esas tantas noches terminó con alegría extra: mientras todos intentábamos dormir, y en medio de la oscuridad, uno de mis hermanos que se había inaugurado en la sidra del brindis, empezó a correr alrededor de la mesa, riéndose a carcajadas. Las carcajadas se contagiaron entre todos los que estábamos, y mi abuelo tuvo que agarrarlo y frenarlo, para convencerlo de que se fuera a dormir.
Me parece que ya conté una vez que me enteré tarde de la verdadera identidad de los misteriosos regaleros, pero lo que vale la pena recordar es que me sugestionaba solita para convencerme de la existencia de la magia.
Así fue que, luego de haber descubierto la verdad, en una ocasión en que los “Reyes” nos regalaron un juego de hamacas, descubrimos las huellas de los camellos en el camino de entrada a mi quinta. Jamás supe como fue que llegaron las hamacas, ni si mis papás se tomaron el trabajo de hacer huellas en la tierra, pero sí se que ese día me regalaron una linda duda y las ganas de volver a creer que había alguien que cumplía mis deseos sin esfuerzo.

Me quedé sólo con las palabras de la angustia, las que llenan lo profundo de la llaga.
Y ahora me cuesta pensar o recordar más allá de lo que me muestra que me es inmerecido este momento. Porque nunca supe ser de otro modo. Porque nunca lo intenté, aunque a veces me provocaran. Y porque hoy se que no quiero serlo.
No me tranquiliza la conciencia lo que me hace feliz. Por eso, me duele la facilidad con la que decepciono; la liviandad para menospreciar el costo de conseguir lo que valoro; la ligereza para presumir mi voluntad. Porque así me asumen indiferente, vulgar, superficial, indolente.
Y aunque siempre me sea más fácil soportar las faltas padecidas que fallar, y me acostumbre a acobachar lo bueno cuando hay, sin esperar lo que yo misma a veces no se dar, aún no aprendí a tolerar la frustración de los que quiero.

Primeros abandonos

Por imposición de elecciones ajenas o por las propias, siempre estudié en colegios y universidades que quedaban a más de 40 cuadras de mi casa.
Con la excusa de la distancia, me obligaban a despertarme tempranísimo para llegar a horario, madrugando antes mi envidia a las que vivían a dos cuadras, y tenían tiempo para volver a su casa y buscar el mapa con división política que la maestra nos había mandado traer el día anterior.
La distancia me obligaba también a dejar de lado mi repetidas ganas de irme a casa a almorzar las sobras de la noche anterior, mientras vería en la tele a Carozo y Narizota, y resignarme a ser una más del montón, sentada en el comedor del colegio, comiendo la milanesa menos tentadora del planeta, en platos de un desconocido material irrompible, y una gelatina servida en vasitos plásticos de cafe.
Así, entre concurrencias de dobles turnos, y tardes leyendo en bibliotecas, pasaba más de las tres cuartas partes de las horas útiles del día dentro de los claustros estudiantiles para no perder el tiempo en viajes.
Pero un vez, mi estadía en el colegio superó lo que mi cuerpo y mente estaban habituados a aceptar.
Sucedió una de esas pocas tardes en las que no tenía actividad extraescolar y salía del colegio al razonable horario de las 16 hs. Pero, por una razón que desconocí hasta muchos años después, ese día se olvidaron de ir a buscarme.
Y me quedé esperando en el hall. Al principio sin notar la demora, jugando con algunas compañeras; después sola, dibujando en el piso con el aserrín que tiraban siempre los días de lluvia.
Pero a las dos horas, comencé a desesperar, justo después de que la última rezagada mamá pasara a buscar a mi afortunada compañera, y me preguntara con cara de asombro si mis papás estaban demorados, y si quería que ella me llevara casa, a lo que, por verguenza supongo, le contesté irremediablemente que no.
Después, la angustia. Ni un solo ruido en todo el colegio. Solo monjas que iban y venían, dándome palmaditas en la cabeza. Me moría de ganas de hacer pis, pero no me quería mover del banco por las dudas de que llegara alguien en mi búsqueda y se pensaran que ya me había ido.
Y la angustia y la desesperanza llegaron a su punto máximo cuando vino la directora del colegio a ofrecerme cenar un sandwich y una manzana que traía en la mano. Solo aguanté a que se fuera, luego de mi respetuoso rechazo, y me largué a llorar: ¡cenar en el colegio....¡¿a quién se le puede ocurrir algún ofrecimiento más desagradable para una niña de 11 años?!. Ya era suficiente con tener que almorzar ahí, para encima verme obligada a ver la oscuridad de la noche, sentada en un banco del colegio, sola, comiendo un sandwich, invitada por una monja.
A esas alturas ya me resultaba increible pensar en mi rescate. Pero llegó de manos de mi mamá, a eso de las 8 de la noche.
Mucho tiempo después me explicarían que ese día debía buscarme mi papá, quien vaya a saber porqué pensó que él sólo debía encargarse de mis hermanos (que iban a un colegio a dos cuadras del mío), y que a mí me retiraría mi mamá. Gracias a que mi ausencia se notaba, al llegar a casa mi mamá preguntó por mí, se enteró del malentendido, y salió rápidamente en mi búsqueda.

El tiempo pasa, y los abandonos de antes se van convirtiendo en anécdotas con gracia, reemplazados por abandonos actuales, insuperables en sufrimiento, hasta que uno nuevo, le saque el primer lugar en el campeonato de los malos momentos. Puro entrenamiento.


Librotote



No hay mucho para decir.
Lo encontré paseando entre libros, revistas y discos, uno de esos días donde lo único poco amigable son las ganas de hacer pis.
Como tantas veces, cuando lo ví dije/grité: "Yo lo teníaaaa". Y entonces me lo llevé.
Es un libro para pintar gigante, de los que te tenés que tirar al piso para poder colorearlo cómodamente.
Tiene dibujos de los personajes de Plaza Sésamo; ese programa que vaya a saber uno porqué a mi mamá le atraía tanto, y que a pesar de que lo único realmente entretenido era Elmo por condescendencia supongo, miraba todas las tardes (sí, ya de chica era complaciente aún a costa de mi desagrado).

¿Porqué mierda la gente (por mayoría, por gentuza, por impersonales), insiste en creer que el resto quiere joderle el día?. ¿No se les ocurre pensar que el otro no tuvo intención de molestar, ni de ser agresivo, ni de perturbar su preciosa comodidad, o que en el peor de los casos, equivocó su actitud por simple ignorancia?.
No dedico mi tiempo a molestar ni a hacerle el día más difícil a nadie; no me merezco entonces sus tonitos sobradores, ni sus empujones, ni sus excusas irónicas, ni sus miradas maliciosas.
Gente bizca, que no despega los ojos de su ombligo, y ni siquiera por un instante intentan salir de su burbuja empañada, entérense: el mundo ni empieza ni termina en lo que Uds. quieren.
"¿porqué no probamos, por una vez, a realizarle al otro sus sueños?”


Feliz Jalowiiiin


Sí, ya se: que es una fiesta pagana, que no nos pertenece, que es completamente ajena a nuestra cultura, que no tiene sentido, que es fomentada sólo con fines comerciales, etc., etc., etc.
Pero necesitaba la excusa para poner la foto y demostrar que las brujas sí existen.

PD: no hay truco; la vi con mis propios ojos, varias veces, muchas veces....y ahora tengo pesadillas.

Update visual: para que vean que no exagero...y que donde hay uno hay más!!!!

"en construcción"



Hace un tiempo que paso habitualmente por la puerta de la casa de mi infancia, y siempre con la misma fuerza, me siento atraída por una magia que intuía pero que ahora se me hace evidente: me atrae a verla, a espiar por el rabillo de la cerradura, a imaginarme que todo está igual -porque nada puede ser mejor-, a seguir sintiéndola propia. Y atendiendo cada detalle de todo lo idéntico, voy construyendo lo que la casa ya no tiene, lo que se mudó conmigo.
Paradójicamente, durante más de 10 años de mi infancia, crecí en esa casa eternamente en construcción. Jamás llegó a ser lo que me contaron que sería, ni lo que yo misma quise que fuera: una casa de dos pisos, con un hermoso patio abajo; con una cocina cálida con desayunador; un resguardado living, ideal para contener el sonido de la música; y mi pequeño dormitorio con una alfombra peluda y un ventanal con salida al balcón que daba al patio de abajo.
Sólo llegó a tener el desayunador en la cocina y el patio. El resto: contrapisos, paredes con revoque, un baño exterior, mucha humedad y dos habitaciones compartidas entre siete.
Sin embargo, era más amable por lo poco que había que por lo mucho que podía haber. Esa casa supo dejar marcas en mi cuerpo y en mi alma.
Una casa de principios de siglo, con paredes que parecían tener venas que se cargaban de agua cuando llovía y mojaba los cables de tela, provocando inesperadas descargas eléctricas a quien se descuidara apoyándose en ellas. Fueron tantas las veces que me descuidé, que recién ahora me animo a cambiar una lamparita sin llamar al electricista.
El baño estuvo en el patio durante años, hasta que luego de mucho ahorro se pudo construir el pasillo que lo incluiría dentro de la calidez del hogar. Así aprendí a aguantarme las ganas de hacer pis durante la noche, hasta los límites insospechados del inevitable despertar; nunca me atreví a salir de madrugada a los invierno de los 0 grados, aún a costa de la salud de mis riñones.
Sólo habitábamos el piso de abajo. En el de arriba, había tres habitaciones que cumplían la función de depósito de la copiosa biblioteca de mi papá. Adoraba subir allí, sin anoticiar mi ausencia, para poder curiosear sin tiempo esos libros intrigantes. Recuerdo muchos que continuamente llamaban mi atención: uno de curanderismo, con una foto en la tapa que mostraba a alguien vestido de médico metiendo su mano en el estómago de una persona despierta; otro de magia negra, que empezaba con una tenebrosa advertencia sobre la verosimilitud de los ritos que incluía (entre ellos una invocación al diablo, que se debía realizar frente a un espejo iluminado con velas negras); otro de fotografía, con cuerpos desnudos en posiciones francamente irrepetibles; otro de Las Mil y Una Noches; muchos de filosofía, con frases inintelegibles para mí en ese entonces (y en este ahora, a veces).
En otra de las habitaciones estaba la colección encuadernada de diarios de 1945, que me apasionaba husmear en busca de viejas publicidades, y que en alguna ocasión me ha servido de entretenimiento junto a mis hermanos cuando llamábamos a los teléfonos publicados: ¿Hola, estoy hablando con "la sastrería Marco Polo" ?.
Pero había una cuarta habitación que tenía una magia especial, no sólo porque mi papá había instalado allí su escritorio, sino porque de la pared del fondo salía el tronco y las ramas de un árbol testarudo que había decidido crecer allí y que la adornaba impecablemente.
Y yo le hacía honores a su especialidad, eligiéndola como lugar de estudio sentada en el descuajeringado sillón, o dándole rienda suelta a mi curiosidad revisando cajones ajenos. Así descubrí, tiradas en un rincón, unas revistas pornográficas que, vaya a saber porqué, no me sorprendieron en lo más mínimo a pesar de mi corta edad. Y en otra ocasión, encontré unos negativos fotográficos que acusaron la plena vigencia de mi complejo de Electra: mostraban a una mujer desnuda sobre una cama, quien evidentemente no era mi mamá, junto a otro hombre a quien sólo mi imaginación freudiana pudo creerlo parecido a mi papá. La, para mí ,documentada infidelidad motivó mi raudo y lacrimoso aviso a mi mamá quien, luego de ver los negativos, me respondió con una carcajada que me dejó en el más merecido de los ridículos, seguida de una demostración convincente sobre que ni ella era la señora desnuda, ni mi papá el señor al costado de la señora, ni ninguno de los dos quien tomó la foto (jamás se me ocurrió pensar en quién corno había sacado la foto).
La escalera que unía el ambiente cotidiano con ese otro al que me gustaba escapar, también supo tener su protagonismo. En ella decidí que jamás fumaría, luego de tener un absceso de tos por haber probado un cigarrillo encendido que le llevaba a mi papá. Me regaló también el momento más tenebroso que viví jamás, cuando un rayo descargó su furia en su baranda, iluminando de un blanco fosforescente el abrazo que con mis hermanos le dimos a mi mamá en busca de apaciguar nuestro pánico.
Finalmente, el pasillo de entrada en el que los martes a la mañana corríamos para ser el primero en apropiarnos del Billiken; o el de las vueltas del colegio, que nos veía desabrochándonos el uniforme para ahorrar tiempo de ocio en casa; la puerta de hierro que a pesar de que se cerraba a los golpes, siempre fue tan efectiva que cuando entraron a robarnos debieron hacerlo por el techo; la pileta de cemento de la entrada, donde metía a mi perra para bañarla mientras ella hacía todo lo posible para que compartiéramos el “momento”.

Esa casa fue y es un continente entero de mis emociones. Y aún así, como estuvo siempre, “en construcción”, fue el hogar más perfecto que hubiera podido elegir.

En el mientras

Hoy tengo la convicción de que todo va adquiriendo su justo significado. Lo dudoso, lo latente, lo escondido, lo inerte, lo neutral, tuvieron un imprevisto giro que los puso en primer plano. Y todo se fue acomodando, para que la segunda parte sea la mejor. Así, hasta la circunstancia más banal encontró el sentido que le cabe ahora como anillo al dedo.
Si hasta Manuelita, que ha sido durante años simplemente el nombre de mi alterego, hoy es mi "Lejana" de Cortázar, que como ella vive más acá que allá.
Por eso quise tener este juguete, solamente por ser la representación de tanto.

Hoy soy más Manuelita que Carla, Julieta, Micaela, y tantos otros nombres a los que pudiera responder. Por eso recuerdo desde aquí, porque mis anécdotas pintan de pies a cabeza a una Manuelita.
A quién sino a una Manuelita de seis o siete años se la imagina uno absorta mientras escucha y ve su primera ópera. O despertándose tempranísimo, a la mañana de un sábado para prepararles el desayuno a sus papás con facturas y diario comprados sigilosamente para no despertarlos. O leyendo un cuento, escondida debajo de la ropa de cama para que la realidad de su dormitorio no distrajera su imaginación.

¡Le queda tan bien ese nombre a mis recuerdos!. Me sientan tan bien hoy mis recuerdos...

Homenaje

A veces quisiera que todos te hubieran conocido,
Que aún escuchen tu voz ronca y graciosamente gritona,
Que les fuera incontenible la risa al escuchar tus disparates filosóficos,
Que descubrieran con orgullo impropio tu silenciosa bondad.

Porque quiero hablar de vos,

Y quizás así poder extrañarte menos

Recordarte en voz alta,

Llorar tu ausencia sin explicarle a nadie.


Pero a veces quisiera seguir siendo de los pocos que tenemos tu recuerdo,
Para protegerlo, con el más altruista egoísmo, de que lo empequeñezcan con clichés.

Y sí, sos bueno, alegre, generoso; y fuiste cabrón, fanático, porfiado hasta la médula, y tenías hormigas en el culo. Y todo de una forma tan amablemente única…


Porque siempre voy a creer que no hago suficiente en honor a tu memoria,

Que te sueño poco,

Que te lloro menos, aunque te extrañe demasiado,

Que he sido ingrata con la calidez que me regalaste todos tus años,

Que no te llego ni a los talones en casi todo lo que pudiste hacer.


Pero tu alegría es tan contagiosa…

Y por más que me esfuerce en evitarlo, se me escapan tus memorias.

Les gusta sentarse en el papel para dibujar tu nombre,

Para que otros te lean, y con la más ingenua vanagloria vos te sientas famoso

Y los demás te sintamos merecidamente admirable.



Una vez, cuando tenía 5 años, tuve la espantosa percepción de que todo lo que estaba viviendo era parte de un sueño. Y sentada en la cama de mi papás, viendo a mi mamá ordenar la ropa de invierno en ese ropero inmenso que ocupaba toda la pared, le pregunté cómo sabía ella que todo lo que nos sucedía no era un sueño.No recuerdo que me contestó, pero puedo asegurar que intentó calmar mi aparente ansiedad con una improbable pero rotunda respuesta que me confirmaba que lo que vivíamos era real.
Más de una vez volví a confundir las dimensiones, y reaccioné y tomé decisiones en función de hechos que solo habían estado en mi imaginación, ilustrados con un nivel de realismo y detalle asombrosos. Los resultados, increíblemente, nunca fueron demasiado catastróficos; quizás porque algunos sueños tienen la fuerza necesaria para empujarnos hacia otro casillero.
Más de una vez también, rogué infructuosamente estar soñando, y que tanto sufrimiento fuera solo consecuencia de pasar frío mientras dormía.
Aún hoy, a veces tengo la sospecha de que estoy viviendo más a crédito de mi imaginación y mis sueños, que a costa de lo que realmente sucede; ahora sí temo que el desengaño no sea gratuito.
Pero lo que sí sería ciertamente catastrófico es que aquellos que son columnas de mi realidad, sean una fachada, una mentira creada, creída o sostenida por mí, o por ellos, da igual.
Capaz sea esa sospecha la que me intimida, la que no me deja rasquetear demasiado la superficie, la que me provoca a contentarme con lo que me cuentan.
Y aunque no es lo que debería ser, es así, y tampoco le encuentro la salida a esa ruta.

Alivio

Hoy no me sobra el tiempo para escudriñar pensamientos; y hasta voy perdiendo el hábito de meter las narices en los lugares que motivan mis pases libres . Capaz sea saludable acotar mi cabeza a lo imprescindible, a lo que se me impone. Capaz pierda en el camino eventuales buenas conclusiones sobre lo que no pienso, y me envicie haciéndome la tonta ante mis autocríticas ausentes. No se que es, ni que será; pero ahora se me escapa la salida hacia esa ruta.
Quizás esté asomando el momento de la decantación, y por eso no me frustro ni me angustio; apenas añoro de a ratos.
Y porque cada vez más necesito hablar menos: porque encuentro que otros dicen mejor que yo, porque resulta que no hay nada novedoso en lo que siento...

"me pregunté por qué en realidad no habría funcionado, dónde había estado el quiebre...
me pregunté por qué coños andaba yo dando vueltas absurdas por otro lado en pos de lo que no se me había perdido; claro que recordaba vagamente el sentimiento de insatisfacción que me había sacado de allí e impulsado a buscar por fuera, lo recordaba, repito, pero sólo vagamente y no le encontré justificación posible, en ese preciso momento todo me invitaba a quedarme en este lugar donde pese a mis cuatro años de ausencia siempre había estado presente, me invadió con fuerza inusitada la sensación de que todas las piezas del rompecabezas de mi vida casaban en esta casa que pese a haberla abandonado nunca había perdido; todo me impulsaba a regresar..."

...ni en lo que busco y añoro...

"me hizo llorar ese olor que no se si pueda describir, un olor a casa, qué más puedo decir, un olor a todos los días, a gente que duerme por la noche y se despierta por la mañana, a vida real a aquí ha vuelto a ser posible la vida, no sé por cuánto tiempo pero al menos mientras perdure este olor, mientras no se quiebre esa calma..."

Ya no quiero un "cajón de los secretos", que los esconde atados unos con otros, para que se revele una interminable cadena de reacciones, como con los pañuelos de los magos.
Porque ya no necesito ser para otros, ni parecerme a lo que esperan, ni estar donde me puedan encontrar. Entonces ya me sobran palabras, lágrimas, enojos, esfuerzos...


Fastidio efectivo

No me había dado cuenta que había dejado de lado la vieja costumbre de agotarme, de arrepentirme del compromiso asumido, hasta que me encontré llorando el fastidio de sentirme excedida.
"Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa": por hacerme cargo de lo que podría haber evitado sencillamente con un "no puedo", o con haberme corrido en el momento justo de la conversación intencionada. Todavía me es más fácil el sí, todavía le tengo más temor al enojo ajeno que al propio.
Pero esta vez hubo cierta ganancia en esa inercia por cumplir, porque a fuerza de querer despejar mi cabeza, depuro "deberes" acumulados y me enfrento con lo que venía eludiendo (¡cómo me cuesta aceptar los puntos de no retorno!).
Esta vez siento esa molestia como si estuviera enferma, sintiendo exageradamente, menos invisible, menos transeunte, menos insípida, porque a costa del fastidio puedo disfrutar del desear estar en otro lado, de buscar todos los minutos posibles para que mi mundo de preferencias me devuelva la gracia y el olor a limpio. Y así, mis ganas son más intensas y el instante de hacer lo que quiero mucho más efectivo.
A veces, la queja se lleva bien conmigo.

Yapa


Cuando encuentro algún recetario de los que antes promocionaban marcas como Maizena, Royal o Aguila, siempre me lo llevo sin pensarlo demasiado. Me gustan porque son chiquitos, tienen recetas sencillas con fotitos, y generalmente alguna que otra imágen dibujada que me hace acordar a mi abuela, o que me hace gracia, como en este caso.


Cine continuado

Ya está. Con esto ya puedo retirarme de lo que apenas empieza a tomar forma; aunque habiéndole tomado el gustito, ahora quiero más.
Este proyector a pulso de Fisher Price fue el primer juguete que deseé tener antes de haberlo descubierto en alguna de las ferias; sólo lo había visto en el blog de un coleccionista con la más cruda de las envidias.
Resignada a no toparme con él, paseaba por una feria hasta que lo encontré. Como habitualmente cuenta una amiga, el corazón me empezó a latir rapidísimo, y debí contener mi ansiedad por apoderarme de él y las ganas de gritar de entusiasmo, solo para no avivar al dueño del puesto de que era capaz de vender mi alma a cambio (y para no ganarme los retos de quienes me acompañaban). Y lo increíble fue que todo estaba a mi favor: funciona perfectamente, está en buen estado, el precio no era exorbitante, y encima pude regatearlo al 80% de lo que me dijo.
El que tenía cuando era chica, tenía un cassette de la Pantera Rosa, mientras que este tiene una película de Disney, con Mickey Mouse, el Pato Donald y Pluto. No se como fue que llegué a tenerlo, porque no dudo que debía ser muy costoso. Sea como sea puedo dar fe de que lo disfruté, y valió cada peso gastado, tal cual sucede con este.
Lo único que recuerdo en relación a este juguete, es que lo usaba una y otra vez antes de dormirme. Supongo que habrá sido la causa de que durante muchos años en lugar de contar ovejas, me durmiera imaginándome historias con mis personajes animados favoritos.

Me provoca mucha satisfacción saber que lo tengo, que me vuelve a pertenecer, que está ahí disponible para que en cualquier momento mis manos sean las que crean el movimiento, las que convierten el juguete en algo mágico. ¡Y todo por el mismo precio!.

Acá les dejo el la pelicula



Un cine personal; la magia; volver a disfrutar; lo más deseado; lo casualmente encontrado; una felicidad ingenua pero auténtica. Muchas sensaciones, que empiezan y terminan en la misma coincidencia.

No somos ni seremos nunca los de antes

Puesta a prueba una vez más, voy encontrándole la vuelta a tolerar el rebrote de cierta angustia y a buscar mi mejor perfil para no intoxicar todo mi espacio con la tristeza que me coquetea más que nunca estos días.
Porque ya me acostumbre a esta hermosa armonía que me regalaron, y no quiero apostarla. Puedo animarme a hacerla a un lado un instante en busca de más, pero sólo si se que no pierdo ni una pizca de la que cuido.
Por eso hoy comparto el silencio de mis dudas, sin segundas intenciones; y no enfurezco ni lloro por lo que no vale ni una mueca triste. Por eso hoy no me hago a un lado, ni exagero mis malos ratos. Por eso hoy no entrego mi espíritu en el mercado negro. Porque me duele alejarme y me desespera no saber volver.

No soy ni seré nunca la de antes, porque ahora cargo con dolores que ocupan espacios, pero también porque hay amores (muchos en uno) que supieron traerme de la mano hasta acá, y a los que les debo mucho más que lo que yo era, no sólo por gratitud sino por mérito.


Luz, cámara...acción


Ya era grande cuando llegó este proyector a casa, pero como con tantas otras cosas, fui quien más se apasionó con el nuevo entretenimiento. Por eso, era la única que disfrutaba de la mise en scène que yo misma construía alrededor del ratito que duraba la proyección: butacas improvisadas con almohadones en la cama de mis papás, galletitas y jugo preparados, música de fondo, luces apagadas, el llamado a silencio y...acción. Alguna vez incluso, escribí unos diálogos que leía mientras proyectaba la "cinta", entonando voces e improvisando algunos efectos de sonido con golpes de puerta, papeles arrugados y demás.
Y así fue, porque me gustaba más ver disfrutar que sentarme a gozar.
Por eso era capaz de pasarme toda la tarde preparando cenas, tortas, y regalos para los cumpleaños y aniversarios, u organizando teatros de títeres caseros para entretener a mis hermanos, o perderme una fiesta haciendo de camarera o baby sitter Hasta se convirtió en una costumbre que regalara mis cosas preferidas sólo para ver caras de sorpresa y contento de quien creí que se merecía esa dedicación especial.
Y así es, porque aunque algunas veces cayeron en saco roto mis atenciones, he tenido la suerte de que la gratitud del resto fuera suficiente para que aún hoy insista en la regalería de buenos momentos.
Subida a ese tren, nada me limita, ni siquiera el riesgo a padecer en carne propia alguna carencia; porque cualquier malestar es sobradamente aliviado por el bienestar de quien quiero; y porque como reza el lema de mi historia "Dios siempre provee".
Me conmueve y gratifica plenamente saber que le doy la posibilidad a quien quiero de disfrutar lo mismo que yo disfruté, con la misma intensidad con la que yo lo hice. Y la satisfacción es muchísimo mayor si colaboro en que pueda gozar lo que no está a mi alcance.
Pero la recompensa menos esperada y más hermosa, es haber encontrado personas que me han regalado mucho más que buenos momentos, más que lo que yo puedo ofrecer, y que me enorgullecen eligiéndome íntimamente para merecer sus dones, conservar sus silencios, cuidar sus secretos, y oírlos llorar.
Quiero más de cien vidas para estar al lado de ellos.

Singular

En el ejercicio de una práctica que no me gusta (leer varios libros a la vez), vengo forzando a mi mente a encontrar relaciones entre relatos y conclusiones que mantengan vigentes en mi memoria las historias leídas y mis percepciones iniciales. Caí de prepo en el vicio, por encontrarle rápidamente un sustituto a un libro que estaba buscando, y que por ansiosa hallé antes de lo previsto. No me quejo, el resultado es sutilmente interesante.
El que rastreaba ansiosa es Vidas imaginarias, un compendio de relatos sobre lo que el autor imaginó que había detrás de la vida contada de personajes históricos. El reemplazo, nada menos que un ensayo de Schopenhauer sobre la mentira de la individualidad y el pesimismo existencial (porque cuando busco suplentes no me conformo, me supero).
Y en la mezcla, me doy cuenta de lo afecta que soy a crear vidas imaginarias e imponerlas como ciertas; a convencerme que conozco con precisión las supuestas leyes naturales que rigen los errores y aciertos de la vida de los otros, y que soy depositaria del atajo que las esquiva; que veo lo subrepticio, que se leer entre líneas, que conozco lo que los demás esconden; que tengo la explicación para todo; que soy capaz de vaticinar fracasos; y todos los etcéteras ridículos posibles.
Como si hubiera una única historia escrita, con miles variaciones superfluas. Como si los errores tuvieran una única causa y consecuencia. Como si alguien fuera simple y evidente, siquiera para sí mismo.
Todo es mucho menos simple de lo que parece. Seguramente por eso el mecanismo de defensa sea creerlo obvio.

Condimento: alguna vez, mi absoluta fe en mis capacidades extraordinarias, convenció a mis compañeras de colegio que podía hipnotizar personas. La sugestión fue tan efectiva que logró que dos de las pacientes confirmaran asombradas mi habilidad simulada.

De un cubo a una sonrisa

Este es uno de los más antiguos juguetes que recuerdo haber tenido. Asombrosamente lo encontré de casualidad, como todo lo bueno que vengo hallando. Verlo así, idéntico al que tenía entre mis piernas a los 3 años, me lleva sin escalas a la casa de mis abuelos paternos, donde me sentaba debajo de la escalera para jugar con él; la escalera que ocultaba una despensa, que era el almacén de la comida de reserva, de mis juguetes, y mi escondite preferido; en un departamento moderno, de dos pisos, al que después de ver “Blanco y Negro”, aprendí a llamar “pen house”, para darme corte ante mis amigas; el mismo donde descubrí en el dintel de la ventana de la cocina, la cajita donde mi abuelo guardaba los dientes que mis hermanos y yo le canjéabamos al ratón; y que en el living donde Paquita nos conoció, tenían un piano que me atraía incontrolablemente, consiguiendo que varias veces me agarrara los dedos con la tapa por intentar tocarlo sin permiso; ubicado en el piso catorce, desde donde tiraba las bolitas que sacaba de la planta del baño que crecía mágicamente (porque mi abuela me había contado que esas bolitas eran hoja, fruto y semilla a la vez); el baño miniatura, donde todos los días que entraba me golpeaba la cabeza con el lavatorio, para rememorar en cada llanto la cicatriz que me veo todos los días en el espejo y que me hice al abrirme la frente con el marco de su puerta por ir corriendo tras de mi mamá; el último departamento de un edificio que sigue estando al lado una peluquería que aún se conserva igual a como la recuerdo, donde me peiné para ir al casamiento de mis tíos, en el que fui la dama de honor que llevó las alianzas al altar, luciendo vanidosamente un hermoso vestido de broderie blanco con aplicaciones de florcitas rosas, que me había confeccionado mi abuela, creo; un vestido digno del cuento de Cenicienta, que se convertiría en la encarnación de mi propia fantasía encantada, a pesar de haber sido estropeado esa misma noche con una inmensa mancha de chocolate que escupí, luego de darme cuenta que el bombón que me robé de la mesa de dulces tenía licor.
Todos esos recuerdos me trae ese cubo, así encadenados con la inocencia, enmarcados por la sonrisa que me provocan.
Quiero más de estas chispas; estas son las vueltas que me hacen bien.

A jugar...otra vez


El año pasado, Papa Noel me trajo de regalo el Monopoly (para quienes no lo conocen, la versión yanqui de El Estanciero). Y hace un rato, me dejaron de sorpresa la versión virtual (que conste que paré de jugar solamente para compartir mi emoción).
Adoro este juego desde chica, supongo que porque era el único con el que fácilmente convencía a mis hermanos de jugar juntos (siendo la única mujer entre varones, rápidamente perdí mis escasas oportunidades cuando se dieron cuenta que no me necesitaban para divertirse).
Era el juego típico de los días en mi quinta, sentados en la mesa del quincho, con el que pasábamos horas apasionados como si fuéramos los Trump del verano. La única pelea segura surgía al momento de decidir quien sería el banquero; después, sólo risas cuando ganábamos plata con el Arca de la fortuna, y burlas con morisquetas cuando alquno debía pagarnos el alquiler de nuestra propiedad edificada con dos hoteles.
En las familias numerosas, los juegos de mesa han sido siempre la mejor solución para mantener quietos y contentos a muchos con un único esfuerzo. La mía ha sido gustosa el ejemplo viviente de esta máxima: con mis hermanos al Monopoly; con mi abuelo al Dominó; con mi papá al TEG; con mi mamá a las cartas; cuando quiero ganar, al Rummy; cuando me resigno a perder, a la Batalla Naval...
...y así pasaría días jugando, encarnizadamente, como cualquier nene; festejando con una vanagloria que durará días cuando gano, o con el enojo injertado en mi cara cuando pierdo.

Adolece que no es poco

Así como tuve una infancia digna de recordar, tuve una adolescencia perfecta: adolecí de principio a fin.
Ayudada un poco por las circunstancias de ser la hermana mayor que cuidaba de sus hermanos mientras sus papás trabajaban y estudiaban, y de vivir en una casa en permanente construcción, donde la visita nunca se sentiría cómoda, apliqué perfectamente para ser la chica retraída y rara, que cualquier joven o jovencita en su sano juicio evitaría contactar.
Y salvo alguna que otra excepción, el esfuerzo dio excelentes resultados, ya que no tuve la más mínima identificación con mis pares: no fui fanática de ningún grupo de rock; no me importaba vestir ropa de marca; no tuve aspiraciones (ni inspiraciones) por ningún galán de novela; no llené mi cuarto de posters de cantantes (apenas, en algún frustrado intento de sentirme "normal" tapé las manchas de humedad con publicidades recortadas de revistas); no hice la dieta del yogurth; no me rateaba del colegio; jamás fui a un examen sin estudiar; no le mentí a mis papás sobre mi salidas; prefería leer, escuchar música clásica, comprar libros en lugar de ropa, ir al Colón antes que al cine, quedarme en casa cocinando para mi familia, en vez de ir a una fiesta...
Incluso las excepciones a mis extravagancias provocan más lástima que complicidades, porque salvo una vez, siempre fueron motivadas por la presión constante e inconciente de querer pertenecer.
Así una vez, ante la cuerda negativa de mis compañeras a hacer papelones a lo grande, tuve la osada idea de ofrecerme para llamar por teléfono a Pablo Rago (en ese momento galancito y protagonista exitoso de Clave de Sol) para convencerlo de que fuera de visita a mi colegio. Llamé haciéndome pasar por una de las actrices de la novela, pero cometiendo la torpeza de presentarme con el nombre del personaje y no con el real. Mi falta de perspicacia hizo que quien estaba del otro lado del teléfono (afirmando ser el galán en cuestión) sintiera compasión por mí, y después de complacerme con unos minutos de charla histérica, prometiera ir a mi colegio a visitarnos a mis compañeras y a mí. Ilusa, le creí; creí haber hablado con Pablo Rago, y creí que vendría al día siguiente a mi colegio. Hasta tal punto le creí, que mi incontenible ansiedad por dar la noticia de que había pasado mi prueba de fuego para pertenecer al club de las "normales" no me dejó dormir esa noche. Recién después de desparramar la novedad entre todas mis compañeras me hicieron dar cuenta que jamás le había dado la dirección de mi colegio.
La única excepción a mis excentricidades adolescentes de la que puedo hacerme cargo por haberla pergeñado en pos de mi más egoísta interés, es haber tenido dos novios al mismo tiempo.
Un mes antes de cumplir quince años, me puse de novia con el único motivo de llenar el casillero correspondiente. Al poco tiempo, conocí a otro chico con capital suficiente para conquistar mi corazón libertino y ponerle varias monedas a mi ego. Y bien, como pasa en las películas, ambos pretendientes terminaron en mi fiesta quinceañera enfrentados por mi "amor": uno sin enterarse que yo había decidido poner fin a nuestro noviazgo, buscando trompear al otro que no había sido invitado, pero que sí era más que bienvenido y merecedor de mis besos a escondidas. Pero como pasa en la vida real (al menos en la mía), ninguno de los dos pensó que yo valía tanto como para irse con un ojo morado, y al mes siguiente me quedé sin el uno y sin el otro.

Un día dejé de lamentarme por no pertenecer, y me dediqué a disfrutar de quien era y lo que hacía. Ese día me di cuenta que había todo un mundo que no pertenecía.

Vi una foto, una más de las que ya vi cientos de veces; y como cientos de veces lloré, otra vez.

La vi en un lugar ajeno, de quien deja saber que la encontró por ahí, probablemente sin buscarla, y quien seguramente no lloró al verla, pero entendió; por un instante al menos entendió mi dolor intenso, inacabable, igual al de muchos, demasiados.

Es inevitable que me acuerde de los momentos en que las lágrimas eran lo único que podía decir; que me de cuenta, una vez más, de todo lo que ya no va a pasar, lo que jamás voy a poder escuchar, esperar, compartir, estrechar.

Hoy tengo el alivio efímero de poder recordar con alguna sonrisa todo lo anterior al llanto, de extrañar contando y escuchando.Pero dura poco, y no alcanza para calmar la memoria que se prende con el calor, con una canción, con un lugar, con una foto, con un abrazo, con una fecha...en infinitos momentos.

Y debo ser feliz, por mi, por él, para los míos, porque no tengo derecho a desperdiciar mi abundancia.

Mientras, el resto ignora, y habla, y exige, y chilla; mientras, otros ven y lloran.

Que así sea

"Quiero seguir creyendo en lo que no veo,
inventar lo que mi razón necesite para que aparezca la ilusión
Creer que siempre puedo tener más que lo que la costumbre da

Quiero esperar despierta mi sueño
Y merecer esa fe
Y querer siempre más
Y que la ilusión sea eterna"

Cuando todavía creía que el ratón construía su casa eligiendo los dientes más fuertes y limpios de los niños, descubrí en una cajita de terciopelo, apoyada en el dintel del ventiluz de la cocina de mi abuelo, que ahí estaba su depósito de ladrillos. Y ese día fue el fin de mi ilusión.
Porque durante un tiempo, cuando mis dientes se pusieron testarudos, empecé a creer que el ratón podía querer cosas mucho mas interesantes que mi cuidada dentadura - con tantos "ladrillos" acumulados ya se debía haber construido el Taj Mahal-; y por eso dormía la siesta con algún libro de cuentos o algún juguete debajo de la almohada esperando su visita. Lo asombroso es que cuando despertaba, la realista inconcreción del trueque no me decepcionaba, sino que me impulsaba a pensar qué otro objeto ofertarle al incógnito, atento el "evidente" desinterés en lo ya ofrecido.
Subida al mismo tren de la credulidad, varias veces vi a Papá Noel volar por el cielo, e incluso fui testigo de las huellas que los camellos de los Reyes Magos habían dejado en mi quinta al traernos los regalos.
Creí también ver al hombre que le sacaba punta al obelisco; que las "monchetas" que mi abuelo anunciaba como menú del día eran las albóndigas que finalmente terminábamos cenando; y que cuando papá nos contestaba que íbamos a "a sancochar la mangroya", eso significaba que realizaríamos alguna actividad (vaya a saber uno cuál) en las bodegas que estaban debajo de los arcos de Juan B. Justo, nuestro destino final.

Y un día, dejé creer que si me tragaba las semillas de la mandarina me crecería un árbol en la panza; dejé de dormirme temprano para que la noche pasara más rápido; y dejé de esperar a que finalmente me cuenten el Cuento de la Buena Pipa.
Pero sigo creyendo en muchas cosas que no puedo comprobar ni ver: algunas, sólo por las dudas; y otras, sencillamente porque me inspiran, de crédula que soy nomás.


Saltando

(no es el mejor día, ni en el que tengo más ganas, pero de alguna forma debo esquivar la caída...acá vamos)

Mi reconocida capacidad de acomodarme a lo que se me impone, sólo una vez faltó a la cita; y aún a costa de la desesperación del momento, pude comprender que la ausencia fue necesaria para que mi vida cambiara de rumbo, y mi adaptabilidad volviera recargada, saliéndose de su habitual papel, funcional a mis miedos y a mi inacción.

Ahora, a la vista de algunas anécdotas, mi adaptabilidad no resulta nada extraña.

Motivada por la intensa vocación de mis padres, debí acostumbrarme al permanente contacto con sus actividades laborales. Y como de la costumbre al gusto el trecho es corto, mi creatividad infantil enseguida tomó una orientación fuera de lo común.
Desde bebé compartí el espacio de trabajo de mis papás y todas sus circunstancias: siendo amamantada entre expedientes, jugando en el cesto de basura con bollos de resoluciones mal redactadas, poniendo cargos y sellos en hojas de "Uso oficial", escribiendo en Olivettis con un Sera Justicia indeleble impreso en la cinta, o durmiendo en la sala de audiencias. Así pasaba cuando me enfermaba, cuando no había colegio, o cuando iniciaba mis vacaciones un mes antes que la "feria". Más de grande incluso acompañaba a mi papá a dar clases a la facultad, quedándome dormida en el aula o en el despacho del Decano.
Más vale que, en ese contexto, mis actividades preferidas no eran dibujar montañas ni cortar papeles con tijera, sino imitar fielmente todo lo que me rodeaba: así fue que varias veces intenté engañar a mi mamá con intimaciones de embargos escritas a máquina, diciéndole que me la había entregado un señor en casa (recuerdo que una vez realmente pensé que me había creído); o que jugaba a ser juez, sentada en el imponente sillón de la sala de audiencias, tomándole declaración a los testigos invisibles, mientras cumplía a su vez el honrado papel de escribiente.
No es casual entonces, que cuando estaba en 7mo grado, fuera a mí a quien se le ocurriera escenificar un juicio para decidir si Fulana podía o no pertenecer a "nuestro" grupo de amigas. Hubo jueces, abogados defensores, imputaciones, declaraciones de testigos y confesiones, pero todo terminó en un sufrido y conmovedor llanto de la "acusada" ante la humillación que le hicimos padecer. Juro ante la ley que siempre me arrepentí de semejante ocurrencia.
Y fui más grande y las circunstancias ya me habían curtido: disfruté días de mis vacaciones ayudando a mi papá a recortar y pegar artículos jurídicos para armar sus fichas de trabajo; elegí "Las leyes" de Platón como material de lectura para la lección de Lengua de sexto grado; forjé un carácter peleador y sofista, que me llevó a merecerme el premio "Canillita" porque "siempre tengo la razón"...

Sigo así, adaptándome a donde estoy, a quien me lleva, encontrándole placer a la vocación de otro y convirtiéndola en un gusto personal. Y esa es una de las pocas consecuencias que le puedo agradecer a mi cómoda antirebeldía.


Un poco más allá

Últimamente tengo una realidad intrusa que le quita lugar a mis recuerdos. Y quiera o no, necesito ocuparme de ella, aún a costa de alguna decepción.
Por eso escribo, para encerrar mis impaciencias y escrúpulos fuera de mí; para que no pase el momento justo y yo vomite lo que venía escudriñiando en mi cabeza, cuando solo me ponen la mano en el hombro.

La excusa está en un cuento que leí:

“Si me caso…aquí no ocurrió nada y a deslomarme como siempre, que el ser jefe de familia no le autoriza a trabajar menos a uno. Dentro de nueve meses tendré un hijo y dentro de un año haré también lo que hacen todos los hombres casados: mirar a otras mujeres y cometer sus pequeñas infidelidades…dentro de dos años no cometeré pequeñas infidelidades, sino sabrosos adulterios, actitud que no me impedirá despotricar contra los inmortales que se pavonean con una querida ostensible” Ni vicios ni hipocresía me impedirá ser simultáneamente un buen padre y en rueda de amigos elogiaré espontáneamente a mis hijo, porque al ventosear ruidosamente o inundar la cuna de pis compiten con los del vecino…luego eructando las anchoas del vermut, acariciaremos con los ojos, desde la ventana del café, las pantorrillas de las mujeres que pasan, y como no se tratará de nuestras hermanas, ni esposas, con la fácil filosofía de los burgueses satisfechos de su encanallamiento, diremos que todas las mujeres son unas putas…”
“…Y la vida pasará así. ¡Oh, sí, sí! Podemos felicitarnos. Julia, a su vez, me narrará chismes respecto a sus amigas, la última camorra de Mengana con su esposo, el aborto de Fulano. ¡Delicioso!”.

Sin quitarle el crédito a mis percepciones de sexto sentido, a mis experiencias que predestinan comienzos y fines, y a mi subconsciente onírico, quiero huirle a la profecía autocumplida. Huirle, sí; porque no puedo hacerle frente. Porque le temo. Porque que acecha lo más querido; porque es cobarde y se oculta para olfatear debilidades propias y ajenas; por mentirosa, exagerada; por evitable; sobretodo por evitable.

Diario íntimo

Durante algún tiempo, en mi preadolescencia, tuve la constancia de llevar un diario íntimo. En él escribía, con una prolijidad impropia, cuando mi cabeza ya estaba saturada y no podía conservar más conclusiones: enojos con mis papás, peleas con mis hermanos, escenas de amor exageradas, algún sueño cargado de representaciones, o declaraciones sin destino.
Lo guardaba celosamente, y aún así la admirable habilidad de mis hermanos lo descubría en su lugar secreto. La travesura no quedaba en leerlo, sino en hacerme saber que había sido descubierta; entonces me buscaban y leían a los gritos, justo donde mencionaba el nombre del chico que me gustaba, o donde contaba las ganas que tenía de usar corpiño...efectivamente crueles, como todos los chicos.
Nunca más tuve un diario íntimo. Sí muchas, muchísimas hojas sueltas llenas de frases, poemas y relatos poco obvios, que desafiaban la perspicacia de cualquiera que se atreviera a husmear sin mi permiso.
Hoy tengo este espacio, que cumple a veces la función de desagotar mi cabeza, y en el que no corro riesgo de que nadie encuentre lo que no quiero que se sepa, porque lo que acá está escrito ya no es amenaza.

Antes de seguir

Hace un rato, después de varios días intermitentes en los que le escapaba a mantener mi atención concentrada, terminé de leer sacrificadamente (corte de luz de por medio) "El traje del fantasma" de Arlt: la fuga de un asesino que quiso encubrir su delito relatando un devenir de alucinaciones para convencerme de que su único problema fue haber aparecido desnudo. Finalmente pude cerrar la puerta de ese limbo creado que percibí interminable, tormentoso, pero demasiado conciente, y hasta fantásticamente inventado.
Pero no pude aún con la de mi propio limbo, igual de tormentoso y conciente, al que me es demasiado sencillo volver (más seguido de lo que quisiera últimamente), y nada gratuito salir. Un espacio de pensamientos omnipresentes, remordimientos y actitudes odiadas, que funcionan como un agujero negro que absorven mi tiempo entero, en el que doy vueltas mareada y sin ningún freno.
Y tengo la sensación de que extraño ese espacio, por conocido, acostumbrado, alejado, por ajeno al resto. Hay algo de nostalgia, porque es mi espacio de padecer, de esperar, de soportar, donde miro de afuera, siempre lejos de lo que se que merezco, lo que no hago ni busco ni exijo. Me vuelvo a acomodar en la vieja silla.
La mayoría de las veces ni siquiera se gritar a tiempo, y cuando alguien de curioso o de porfiado nomás, me tironea del brazo para sacarme termina rebotando con el latigazo. Porque mi caída nunca es inocua.
Una versión barata del síndrome de Estocolmo, en la que nos adaptamos a lo que no queremos, haciéndonos creer que sí, que algo de todo eso elegimos; y cuando nos alejan extrañamos esa comodidad de padecer, de sólo tener que soportar las cosas como vienen porque no hay por donde escapar.

"...tanto era mi afan de escapar de la llanura, de las mariposas dormidas, que todo sacrificio me pareció el precio adecuado de esa fuga..."

PD: hay que despejar el camino antes de seguir avanzando.

Trapitos al sol

No se si es poco o mucho, pero hubo sólo dos comentarios sobre mí que han tenido el poder de mantenerse vigentes en mi autoanálisis todo el tiempo; en un caso, expresamente alusivo: “sos brillante, no inteligente”; y en el otro, escondido en una calificación ajena (sin duda por desprejuicio y no por cobardía): “yo no soy auto referencial”.
Reconozco que su trascendencia no es sólo consecuencia del afecto y la admiración que les tengo a las dos personas que escupieron su acertada opinión, sino también de haber sido puesta en evidencia en el ejercicio de dos hábitos que me ocultaba a mí misma.
Y acá estoy, cayendo en la cuenta una vez más de mis vicios, y atrapada en sus redes; puedo dar fe que no será la última, aunque al menos esta se justifica por ser intencional. Porque hoy quiero adelantarme a una tercera atinada crítica, y comentarme a mí misma “callate a tiempo”.
A veces, muchas veces, casi todo el tiempo, debiera callarme y dedicarme a escuchar antes que a hablar. Pero me gana el género, la profesión, el impulso, las ideas omnipresentes y demás excusas que me apresuran a dar una opinión que luego se tornará insostenible, o a terminar contando lo que no quiero, a quien no quiero, a veces por atolondrada, otras por empatía, y otras sin ninguna razón aparente.
Y en el instante siguiente me arrepiento de que alguien más ande por el mundo con una memoria mía que seguramente no sabrá cuidar; y me agoto de escuchar mi voz; y de construir alguna defensa en mi favor; y me doy cuenta que perdí el tiempo sin disfrutar de escuchar a quien sí sabe qué decir, o de simplemente estar con quien el silencio no pesa.
Me avergüenza reconocerlo, pero si con esta confesión me aseguro más de esos momentos disfrutables, vale la pena poner al mundo al tanto de mi verborragia inútil. Sobretodo ahora, que tengo la suerte de que me sobren oportunidades para escuchar y estar.

De lo mejor a más



"Primer amor, nunca voy a olvidar

toda la emoción, de ese beso especial.
Fue muy fácil saber que nacía el amor,
cuando dijo que sí algo nuevo empezó..."




Iba tarareando ese jingle de Coca Cola, por el pasillo del colegio de mis hermanos, el día en que me sentí la más linda.
Ese día, como todas las tardes, por orden del comando mayor paterno, debía esperar a que salieran mis hermanos del colegio para volvernos todos juntos a casa. Obviamente, que entre hacer tiempo encerrada en mi colegio, donde pasaba 8 horas seguidas rodeada de mujeres y monjas, y esperarlos en su colegio, cuatro veces más grande que el mío, y rodeada de chicos, la segunda opción se convertía en la única sensata y hasta vital para mi salud mental.
Así fue como sucedió que ese día la vanidad me iba a encontrar sentada en uno de los bancos de cemento del patio chico, ridículamente vestida con uniforme y con la camisa arremangada, jugueteando con un reloj pulsera que me habían regalado mis abuelos, y del que vaya a saber uno porqué, hacía alarde.
Y así me encontró también un chico que se acercó y me dijo: -"Mi amigo gusta de vos y quiere conocerte"-. Mi respuesta fue rápida y ocurrente, como si estuviera acostumbrada a ese tipo de declaraciones: "que venga él entonces". Y él vino...junto a diez amigos más.
En medio del interrogatorio inicial, el nerviosismo de la situación me llevó a pararme y terminar acorralada por todos mis encuestadores contra una mesa de ping pong,
contestando lo que se me dio la gana, sólo para hacerme la interesante.
Ese histeriqueo duró un par de meses, durante los que mi enamorado (siempre con sus amigos a cuestas), me hacía sonrojar con sus halagos, me invitaba a fiestas y me proponía salidas que jamás acepté, por tener la certeza de que mis papás no me dejarían ir. La única vez que, casualmente, fuimos a la misma fiesta (la única a la que fui de mis 12 a mis 15 años), él terminó bailando con una compañera mía, mientras ella me miraba culposamente.
La historia que nunca empezó terminó con un llamado telefónico mío para pedirle con absoluta falta de modestia que no me siguiera ni me buscara más, ocultando así mi intención de no desobedecer el consejo materno de que "las nenas de 12 años son chicas para tener novio".
Cuando al día siguiente padecí su cumplimiento fiel a mi pedido, me di cuenta que jamás tenía que pedir consejos por adelantado...y menos a mi mamá.

Otras historias terminaron después, aún sin obedecer consejos; algunas por no obedecerlos.
Pero siempre está la segunda parte de la historia: una nueva aventura, o una de la misma saga, o simplemente una remake.
Sea como sea, será esa la historia que esperó pacientemente que la eligiéramos para protagonizar; esa por la que vale la pena desafiar consejos, volver a llorar y arriesgarse a la felicidad. Y en el amor, las segundas partes siempre fueron buenas.


Conciencia inoportuna

Si algo me diferenciaba de mis compañeras en el colegio, es que siempre tuve una conciencia extra (y desubicada espacial y temporalmente) sobre que todo el conocimiento que nos transmitían tenía una razón de ser, por más carente de utilidad que me pareciera en ese momento. Así perdí varios días estudiando los pasos de las danzas folclóricas, o buscando información sobre el puntillismo, o haciendo cuadros sinópticos para el taller de técnicas de estudio; o me gané enemigas haciendo un examen cuando el resto había decidido entregar la hoja en blanco, o protestando porque no quería pasar una prueba, o levantando la mano para responder a la tarea que nos habían asignado. Digamos, que para el público presente era una traga.
Pero la verdad es que jamás dejé de hacer nada que me gustara por estudiar o hacer la tarea; tampoco perdí demasiado tiempo estudiando, y menos cancelé alguna salida o resigné mis vacaciones por preparar un examen (salvo el First Certificate de inglés...al divino botón, pero bue). Lo único que me movía a "hacer las cosas como es debido" es que siempre fui metódica y miedosa (me hubiera desmayado del pavor ante una pregunta que no sabía contestar)...lo primero para curarme de lo segundo: puro utilitarismo.
No solo no me arrepentí en su momento de mi actitud -aunque más de una vez debí padecer mi constancia-, sino que en estos años de "adúltera" he podido comprobar que no me equivocaba y que, efectivamente, todo lo aprendido tiene una justificación.
Obviamente, que sabía que sería probabilísmo que jamás tuviera que hacer un cálculo de derivadas, o definir que es un hipérbaton, o encontrar la membrana plasmática en la yema del huevo, pero ya en ese momento inoportuno me podía dar cuenta que la capacidad de razonamiento se entrena con el análisis, con la memoria y con la práctica del conocimiento, sea cual sea la información que le demos para que se entretenga.
Además, reconozco -con humildad medida- que hoy puedo darme el lujo de patear algún banco y desafiar alguna consigna, porque aprendí a identificar quien merece mis respetos y mi atención.
Y lo mejor para mi (y seguramente lo peor para el resto), es que me creo con toda la legitimación necesaria para advertir a otros con la típica frase "ahora no se dan cuenta, pero cuando sean grandes..."


A la ronda de los amigos te invitamos a jugar...

"Antón, antón, antón pirulero,
cada cual, cada cual atiende su juego
y el que no, el que no una prenda tendrá"

"Aserrín, aserrán los maderos de San Juan
Piden pan, no le dan
Piden queso le dan hueso
Piden vino, sí le dan
Se marean y se van"

"En el puente de Avignon todos cantan, todos bailan
En el puente de Avignon todos cantan y yo también
Hacen así, así las lavanderas
Hacen así, así me gusta a mí"

"Juguemos en el bosque mientras el lobo no está
Juguemos en el bosque mientras el lobo no está

¿Lobo está?...

...Me estoy poniendo los pantalones..."

"Jugando al huevo podrido

se lo tiro al distraido

si el distraido no ve
huevo podrido es"

"El juego de la Oca ya empezó
ia ia o
Es muy divertido sí, sí, sí
Es muy aburrido no, no, no
10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1, Ocaaaaa"


Y así pasaba el tiempo: entre rondas, sentada en el piso con las piernas cruzadas, o corriendo desesperada para que no me atraparan.
Viajes largos, siestas involuntarias, recreos...¡qué fácil era entretenerse!...tanto como ahora, cuando uno está en la ronda indicada.



Primeros recuerdos

Se dice que la memoria existe desde el mismo instante del nacimiento, pero que nuestro cerebro nos protege recluyendo los recuerdos de nuestro nacimiento y los primeros años de vida en el último nivel de nuestro subconsciente, porque esos momentos están llenos de sufrimiento: llanto al nacer, llanto al tener hambre, llanto al tener sueño, llanto cuando mamá no está cerca...
Por otro lado, dentro de los recuerdos que sí tenemos asequibles, hay algunos auténticos, puros, que uno tiene presentes sin que nada externo se los haya activado; otros que están guardados a la espera de que algún olor, imágen, o sonido, los traigan a la vida; y finalmente, están esos que uno se fabrica valiéndose de imágenes y situaciones inventadas para darle forma a lo que nos contaron que hicimos o dijimos.
La mayoría de las veces es difícil discernir cuando estamos ante un recuerdo puro y cuando nos dejamos llevar por lo que innumerables veces nos relataron. Pero este que les quiero contar, no me cabe duda que es auténtico, porque nunca nadie me contó nada al respecto; es más, nadie lo recordaba sino hasta que yo lo conté.

No es de los primeros recuerdos que tengo; el más viejo debe ser aquel en el que en la casa de mi abuela, cuando apenas sabía hablar, le pedí a mi mamá tener un hermanito; y mi mamá para complacerme me dio cuatro. Aún así, sin pertenecer a los inicios de mi memoria, tiene la ventaja de ser uno conservado con un detallismo abrumador, y sin que nunca nada la haya motivado para mantenerlo activo:

Tenía un poco más de 4 años, y yo renegaba para no dormir la siesta en la cama de abajo de la cuna funcional, donde hacían mejores méritos mis, por aquel entonces, únicos dos hermanos (uno de dos años y el otro que no llegaba al año). En ese departamento de dos ambientes, donde lo único espacioso era la bañadera que mis papás se habían hecho hacer a medida, todos dormíamos en la misma habitación que habían decidido osadamente pintarla de negro, con el único fin de expresar su alma hippie y gastar más luz.
Esa tarde, había venido de visita mi tía abuela con mis dos primas para conocer al benjamín. Si algo me faltaba para no querer dormirme era que viniera visita, trayendo masitas y un regalo a mi hermano: era un móvil, esos juguetes que se cuelgan en las cunas para entretener a los bebés. En cuanto lo ví girar, al son de su melodía acuosa -parecida a la de los sonajeros de celuloide de esas épocas- me encantó; y como todo chico de 4 años que se encapricha con lo que le gustó, hice tremendo escándalo para conseguir que me lo dieran, o que al menos le dieran cuerda eternamente para verlo funcionar.
Lo conservé y lucí muchos años en mi habitación, como si fuera propio (tengo la virtud de apropiarme de lo que me gusta, sin que el dueño me reclame nada). Hasta que un día, uno de mis hermanos (que para su suerte no recuerdo cuál fue), me lo rompió al engancharlo con la puerta donde estaba colgado.
El original era un poco más grande que el de la foto, que aunque no es tan bonito ni suena tan lindo, lo busqué sólo para poder materializar ese momento inolvidable.

Junto con ese recuerdo, se me hacen presentes otros tantos situados en la misma casa, e igual de auténticos: la lata hexagonal bordeau llena de golosinas (que jamás entendí como se mantenía intacta con tres chicos dándole vueltas...¿vendrá de ahí mi afición por coleccionar latas?); el olor a caramelo viniendo de la cocina diminuta; la tele blanco y negro ubicada a la altura del piso (y que mi madre me acusó de haberla tirado, cuando recuerdo claramente que fue mi hermano quien lo hizo); mi tío entrando cajas de gaseosas para festejar mi cumpleaños; la inmensidad de la bañadera que no me dejaba ver más allá de quien asomara la cabeza...

Aunque no tenga recuerdos muy iniciales ni tampoco muchos de los que pueda asegurar su pureza, los que tengo los cuido; porque si terminaron en mi memoria, aún como reflejos de los que tienen mis seres queridos, ya eso justifica que haga todo lo posible por conservarlos...aunque muchas veces, sean el fruto del juego del "teléfono descompuesto", donde cada uno revela la foto en el color que quiere.

A mis papás

Hoy voy a abusar de este lugar, para llevarlo lo más lejos que puedo en las emociones que me sabe guardar; porque la emoción de hoy es especial, está sobremotivada y más que bien merecida.
Elegí hoy, porque siempre preferí esperar para destacar, y esperé hasta que la ocasión fuera oportuna para los dos.
Elegí una dedicatoria compartida, porque no hay nada que deba decirle a uno que no le corresponda al otro (jamás hubiera sabido que responder a la infeliz pregunta de "¿a quién querés más, a mamá o a papá?").
Elegí este lugar, porque a pesar de haber padecido algunas lecciones vitales, todavía nos cuestan las demostraciones en vivo. Y porque en verdad, este espacio es de ellos, y de mis hermanos, de mis abuelos...yo sólo cuento lo maravilloso que es pertenecerles.

Bueno, hoy, acá, y a los dos, quiero regalarles públicamente mi orgullo: el que cuento acá, cada vez que recuerdo la mejor infancia; el que me callo, pero que se escapa con una sonrisa cuando le dicen a otros "es la hija de..."; el que se disimula poco, cuando me salgo de la vaina por contar sus logros y esfuerzos a mi gente; el que me viene de rebote de toda las personas que los han valorado; y el orgullo de ser pura consecuencia de su esmero, sacrificio y el don de dar lo justo.

Y como a los cinco años, cuando aprendí a sellar con mis manos todo el amor recibido, les digo que los quiero hasta la Luna ida y vuelta.
Y ahora, que ya aprendí a decir sin dibujar, les digo que los amo. Los amo por lo que son y lo que quieren ser, por lo que hacen y lo que saben no hacer, por lo mejor de Uds. y lo que no lo es, y no a pesar de lo peor. Sencillamente los amo; ni mucho ni poco, porque sólo se ama con el alma, que no tiene principio ni fin, ni un donde ni un hasta cuando.

Felices días. Felices vidas.

Epaminondas y yo

Ilustración de Mariana Ruiz

Hacía tiempo (muuuucho tiempo) que venía rastreando datos sobre la primer obra de teatro que vi en mi vida: Epaminondas. Durante muchos años no recordaba ni el nombre, hasta que finalmente me acordé, pero mal; y esa fue, evidentemente, la razón por la que no encontraba ningún dato de la historia. Pero hoy el fantástico asesor de Google "quizás quiso decir" funcionó, tan sólo por haber agregado la palabra mágica "cuento".
La obra la vi cuando tenía 4 años, en el salón de actos de mi jardín de infantes, representada por padres de los alumnos, entre ellos mi mamá, que desempeñaba su acostumbrado papel (y el que mejor le sale): la madre del protagonista.
Supongo que el interés especial de mi memoria en conservar las imágenes de esa obra se debe justamente a la presencia de ella en el escenario, aunque también deben haber colaborado la sensación de asombro que me produjo subir la imponente escalera de mármol que conducía al inmenso teatro (según lo que pude apreciar a menos de un metro del piso), donde debí sentarme en la butaca, tal como una hormiga que trepa al banco de la plaza.
El mismo cuento aporta su cuota para convertir el momento en inolvidable: Epaminondas era un nene de raza negra, a quien su mamá y su abuela lo tenían a mal traer yendo y viniendo con paquetes y mensajes. A pesar de que él le ponía muy buena voluntad -como todos los chicos-, su inexperiencia convertía lo sencillo en desastre -también como todos los chicos-. Así fue que en una oportunidad, su abuela le pidió que le llevara a su mamá un pan de manteca, que tal como le habían aconsejado sujetó firmemente debajo del sombrero, durante todo el camino de vuelta. No hace falta ser muy avispado para imaginarse como llegó Epaminondas a su casa: todo chorreado de manteca derretida. Y ahí, justito ahí, viene a mi memoria el recuerdo más fiel: los gritos de su mamá (que les recuerdo era MI mamá), levantándolo en peso por haber sido tan torpe.

Como no me advirtieron eso de "cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia", padecí en carne propia cada grito materno acusando la torpeza de Epaminondas. Porque como todos fui torpe de chica (capaz más que todos, en mi caso). Y también como todos, alguna vez fui mensajera: subiendo al escritorio de mi papá para preguntarle si quería que mamá le hiciera un café; o diciéndole a ella que papá gritaba por una toalla desde el baño; o el habitual "preguntale a tu padre", cuando pedía permiso para salir a pasear con amigas.

De yapa, y ya que estamos en esta faceta artística de mi mamá, no debo dejar de mencionar su excelente interpretación en otra obra infantil, de la que solo recuerdo su ingeniosa caracterización como hongo: una malla enteriza azul y una palangana en la cabeza, todo decorado con círculos de colores metalizados. Definitivamente, un vestuario que evidenciaba su dedicada maña para inventar cualquier disfraz.

Italpark

En una de las ferias, encontré esteee...bah, no se que es...títere, marioneta, o "pantera empalada" como la bautizaron por ahí. La cuestión es que me lo traje conmigo sencillamente porque me gustó, y porque su anterior dueño me dijo que "era de los que se vendían en el Italpark". Si me mintió, no lo se, pero al menos el dato me sirvió para acordarme de ese mundo fantástico, y eso solo ya lo hace rescatable.

“El más grande de Sudamérica”, decía una de las propagandas televisivas. Y a mí, con mis inocentes 10 años me importaba un bledo si era el más grande de Sudamerica o de la cuadra: yo quería ir!!!.
¡La magia que generaba ese lugar!: mirar atónitos cuando pasábamos con el colectivo, la ansiedad de estar en la puerta esperando que nos agarraran las entradas; la desesperación por correr a los juegos más populares…
Creo que no fui más de 3 veces, pero no obstante, todo los chicos estábamos todo el tiempo al tanto de lo que pasaba y dejaba de pasar en ese lugar increible.
La entrada era cara y sólo te incluía los peores juegos; para todos los buenos tenías que comprar las fichas adentro –si tenías suerte, habías conseguido alguno de los talonarios de pases gratis-. Además, no había forma de ir y que no empezáramos con el “¿me comprás?”, apenas veíamos al heladero o al que vendía el maní con chocolate. Para los papás era un día entero de stress: con los “no” en la punta de la lengua, y vigilando a cuatro ojos que no nos perdiéramos en ese mundo de enanos de metro veinte y monstruos de lata animados a botón.
Para colmo, las pocas veces que fui era muy niña aún, así que no me pude subir ni al Samba, ni al Matter Horn ni al Super 8 Volante (ojo, tampoco me amargaba demasiado, porque ya en esa época no me resultaba muy entusiasmante quedar cabeza abajo y con unas ganas de vomitar insoportables). Me tenía que contentar con el Twister, El Pulpo, y el Tren Fantasma, que asustaba menos que Casper. Por suerte, nos las ingeniábamos para marearnos en las tacitas hasta el punto de ponernos blancos, o para reirnos con nuestros cuerpos deformados en el laberinto de espejos. Más grande ya ni los autitos chocadores pude disfrutar, porque empecé a odiarlos, gracias a una vez que en una pista de karting mis hermanos se ensañaron conmigo tanto, que terminé llorando y haciendo parar a toda la rueda porque gritaba que me quería bajar.
Imborrable es uno de los recuerdos de la última vez que fuimos: asombrados con mi hermano ante una máquina que hacía helados de crema y te los servía en olitas, convencimos a mi mamá que nos comprara uno…sería por la originalidad, pero para mi siempre fue el helado más rico que probé en mi vida.
Hoy no hay más resto físico del Italpark que algún que otro juego que fue a parar al parque de diversiones de Luján, y un terreno, que de casualidad terminó en plaza, sencillamente porque luego de la trágica muerte se enteraron que no era edificable, y por eso a nadie le interesó hacerse de él.
Pero la magia de ese lugar no estaba en lo que hoy ya no está. La magia se la daba nuestras insuperables ganas de pasarnos los días ahí dentro, de sentir que era un mundo entero hecho a nuestra medida. Y así se conserva en mi memoria y en la de muchos. Y por suerte es de esos recuerdos fáciles de encontrar, que se activan con sólo un nombre, una imagen o un sonido, y que nos regalan una sonrisa nostálgica y contagiosa.

La imagen lo es todo

Hoy le toca el turno a mi tele favorita. La evolución es clara.

La pequeña Lulu

Tengo que admitir que este dibujito lo empecé a ver luego de cierta influencia de mi mamá, a quien vaya saber porqué la conmovía hasta el punto de imponérmelo subrepticiamente. Pero bueno, como sucede con tantas cosas a las que uno accede por obligación (o compasión), me terminó gustando.



Maya, la abejita

Si bien no recuerdo nada del dibujito, sí me es inolvidable la melodía "Maya Maya, la única abejita buena", que originalmente le cantábamos hasta el cansancio a una compañerita del cole a la que le decían Maia.




Verano azul

¡Cómo adoraba esta serie!.
Todas las tardes de mis vacaciones esperaba ansiosa escuchar la cortina musical, para abstraerme delante de la tele viendo si finalmente Bea -mi perfecto alter ego- concretaba su enamoramiento con Javi, o la travesura del momento de Piraña: -"Quieres una patada en el culo?"-...- "A lo mejor"-.
Como la mayoría de las series para adolescentes de esa época, con algún exceso de moralina, incluían episodios de cierto drama (muertes de seres queridos, intentos de abusos sexuales), e incluso algunos bizarros (como la llegada del visitante extraterrestre), que intentaban dar lección sobre como comportarse ante situaciónes similares.





Y finalmente, lo más de lo más:

Media Naranja



A confesión de parte, relevo de prueba: desde esta serie empecé a mirar con más cariño a mi vecino.

Reconstrucciones

Alguien me dijo hace poco que cuando la realidad nos sopapea tanto que nos desarma, la mejor forma de reconstruirse es en espiral: empezar desde ese único punto indestructible, inmutable, y desde ahí armarse, de adentro hacia afuera.
Si bien hasta ese momento no me había tomado el trabajo de idear sobre mi proceso diario, fue alentador escuchar que mi proyecto de ingeniería está patentado; al menos me da cierta seguridad porque fue probado y puede testimoniarse su éxito. Le pude poner un nombre a todo esto que de un año a esta parte vengo haciendo casi de casualidad (no sin querer, porque vaya que lo quise y lo quiero).
Tuve que empezar, como si nunca antes hubiera empezado; algo así como intentar caminar sin tener memoria de que para hacerlo se deben balancear los pies.
Y ahora, con cierta distancia, me doy cuenta que tuve el buen tino (o la suerte...hasta altura ya no me importa) de rescatar de los escombros lo que mejor me hace, en el más pleno sentido de la expresión: me hace sentir bien y me construye bien.
Ese es mi núcleo, de ahí empecé mi caracol, ubicando cerquita lo que quiero proteger del más mínimo soplido, pero que a su vez tiene la entereza justa para cubrirme las espaldas.
Todavía le faltan vueltas a mi espiral, por eso me duele si algo viene contra mí con demasiada furia. Pero estoy tranquila, porque ya tengo ese lugar desde donde puedo, ahora sí, volver a empezar.


Todo es más lindo si se dice sobre estrellas rosas


¡Cuántas cartas de amor y de amistad escribí sobre estos papeles!. Aunque les aseguro que por más lindos que sean no garantizan la buena suerte del deseo contenido.
Estos papeles de carta, con este mismo dibujito o con Sara Kay, Kitty, Frutillita o Snoopy, eran el objeto de colección preferido de mis inaugurales años de la escuela primaria. Durante el recreo, nos sentábamos en ronda en el patio, cada una con su carpeta llena de papeles de carta ubicados cuidadosamente con su respectivo sobre, para cambiar alguno por otro que no teníamos.
Siempre preferí la escritura a la palabra dicha (porque escribiendo no tenía que vencer mi timidez para dejar bien clarito lo que quería decir); y ya en esa inocencia creía que la belleza del "cómo se dice" hace que se aprecie mejor lo bonito del mensaje.
Guardo infinidad de cartas con destinatario pero sin destino, y algunas otras con destino pero sin destinatario.
Y guardo una escrita con el único fin de vengarme de uno de mis hermanos, por tomarse por hábito meter las narices en mi diario íntimo (el único que llevé en toda mi vida, porque aprendí la lección): le di una carta diciéndole que me la había dado una compañera mía del colegio. La carta -que no se cómo volvió a terminar en mis manos- dice:

"Hola, no se como decirlo, aunque pienso que ya sabes el motivo de esta, te lo digo, me gustas. Nunca supe de un caso de que una chica se le tirase a un chico pero el mio es especial. Hace mucho que lo vengo pensando y si lo seguia escondiendo (si se puede decir así, porque muy disimulada no fui) algo me iva a delatar pronto.
Mira, me caes ¡re-bien!, sos simpático, lindo y sobre todo divertido, espero no te agrandes. bueno ahora creo que entederás las razones de porque gusto de vos y tambien el medio que use para expresarlo.
No pretendo que vos pienses lo mismo de mi porque no creo tener esas cualidades. Te voy a contar, soy buena (a mi criterio) y de caracter podrido, pero en fin, no soy la "bella durmiente" pero tampoco soy una de las "hermanastras de cenicienta", soy impaciente (especialmente cuando me tienen que "contestar algo" y creo caerle bien a las personas.
Bueno yo ya cumplí ahora espero lo tuyo.
PD: Perdona si fui muy directa, pero aunque me gusta Castellano, en redacciòn no me va muy bien que digamos".

Obviamente no gasté uno de mis hermosos papeles de carta en esta maldad...apenas un poco de perfume Coqueterías para darle el "toque" perverso. Y sepan que la espantosa redacción, las faltas de ortografía y el "en redacción no me va muy bien" fueron sólo para despistar.