Por la sencilla circunstancia de ser la mayor, en casa había una especie de acuerdo tácito que me confería el encargo de mantener ordenada y limpia la casa, y de ocuparme de mis hermanos (con todos los etcéteras que vienen detrás de 2 preadolescentes y dos criaturas) hasta que mamá llegaba de trabajar y estudiar. Y eso traía a colación hacer meriendas y cenas, revisar cuadernos de comunicaciones, preparar el uniforme, mandarlos a bañar, evitar que rompieran alguna ventana con la pelota, y amenazar con un "se lo cuento a papá" ante la inevitable pelea de manos entre varones.
A grandes rasgos, nunca padecí demasiado esas "tareas extras" que me endilgaron las circunstancias de una familia numerosa, los escasos ingresos mensuales, y una pareja de padres con vocación.
Lo toleraba, un poco porque me servía de excusa perfecta para rechazar las propuestas que por ser típicas de mi edad, hubiera debido aceptar si no quería dar crédito a los ya instalados prejuicios de que yo era una chica rara; y otro poco por la satisfacción que me daba tener un plus de poder sobre mis hermanos, que entre otras cosas lograba que llamaran a mi mamá para pedirle infructuosamente que les levantara la penitencia que yo les había impuesto. No en vano me gané el mote de "Freddy Krueger", que venía a colación de los arañazos en los brazos que conseguían al desobedecerme, o el de menos dramático de "carcelera", motivado por mi particular forma de servirles la comida.
Molestaba de a ratos, cuando sin previo aviso el acuerdo se convertía en expreso, ante la denuncia de incumplimiento, lo que me obligaba a defenderme al grito de "no es mi obligación", cayendo frustradamente en la cuenta de lo que me perdía por estar haciendo de "segunda mamá", o de la al menos inoportuna edad para asumir tanta responsabilidad.
Pero había días en los que rescataba mi rol de adolescente. Los miércoles llegaba a casa antes que el resto de la familia, y después de ordenar y limpiar, me dedicaba a disfrutar mi música, lo que la vorágine de los días escolares, y el griterío de cuatro hermanos varones nunca me dejaban. Escuchando a todo volumen algún casete de Nana Mouskouri o los que tenían grabados mis temas favoritos, me bañaba tranquila y luego me recostaba en la cama de mis papás deseando profundamente que esos instantes duraran la vida.
Muchos años después, la historia se repitió, y esta vez con toda la culpa a cuestas, me volví a perder en lugares que no eran míos.
Pero un día (y valga el mediocre recurso poético) todo cambió, y todo volvió a ser igual que antes: vuelvo a desear instantes para toda la vida.