Hace un tiempo que paso habitualmente por la puerta de la casa de mi infancia, y siempre con la misma fuerza, me siento atraída por una magia que intuía pero que ahora se me hace evidente: me atrae a verla, a espiar por el rabillo de la cerradura, a imaginarme que todo está igual -porque nada puede ser mejor-, a seguir sintiéndola propia. Y atendiendo cada detalle de todo lo idéntico, voy construyendo lo que la casa ya no tiene, lo que se mudó conmigo.
Paradójicamente, durante más de 10 años de mi infancia, crecí en esa casa eternamente en construcción. Jamás llegó a ser lo que me contaron que sería, ni lo que yo misma quise que fuera: una casa de dos pisos, con un hermoso patio abajo; con una cocina cálida con desayunador; un resguardado living, ideal para contener el sonido de la música; y mi pequeño dormitorio con una alfombra peluda y un ventanal con salida al balcón que daba al patio de abajo.
Sólo llegó a tener el desayunador en la cocina y el patio. El resto: contrapisos, paredes con revoque, un baño exterior, mucha humedad y dos habitaciones compartidas entre siete.
Sin embargo, era más amable por lo poco que había que por lo mucho que podía haber. Esa casa supo dejar marcas en mi cuerpo y en mi alma.
Una casa de principios de siglo, con paredes que parecían tener venas que se cargaban de agua cuando llovía y mojaba los cables de tela, provocando inesperadas descargas eléctricas a quien se descuidara apoyándose en ellas. Fueron tantas las veces que me descuidé, que recién ahora me animo a cambiar una lamparita sin llamar al electricista.
El baño estuvo en el patio durante años, hasta que luego de mucho ahorro se pudo construir el pasillo que lo incluiría dentro de la calidez del hogar. Así aprendí a aguantarme las ganas de hacer pis durante la noche, hasta los límites insospechados del inevitable despertar; nunca me atreví a salir de madrugada a los invierno de los 0 grados, aún a costa de la salud de mis riñones.
Sólo habitábamos el piso de abajo. En el de arriba, había tres habitaciones que cumplían la función de depósito de la copiosa biblioteca de mi papá. Adoraba subir allí, sin anoticiar mi ausencia, para poder curiosear sin tiempo esos libros intrigantes. Recuerdo muchos que continuamente llamaban mi atención: uno de curanderismo, con una foto en la tapa que mostraba a alguien vestido de médico metiendo su mano en el estómago de una persona despierta; otro de magia negra, que empezaba con una tenebrosa advertencia sobre la verosimilitud de los ritos que incluía (entre ellos una invocación al diablo, que se debía realizar frente a un espejo iluminado con velas negras); otro de fotografía, con cuerpos desnudos en posiciones francamente irrepetibles; otro de Las Mil y Una Noches; muchos de filosofía, con frases inintelegibles para mí en ese entonces (y en este ahora, a veces).
En otra de las habitaciones estaba la colección encuadernada de diarios de 1945, que me apasionaba husmear en busca de viejas publicidades, y que en alguna ocasión me ha servido de entretenimiento junto a mis hermanos cuando llamábamos a los teléfonos publicados: ¿Hola, estoy hablando con "la sastrería Marco Polo" ?.
Pero había una cuarta habitación que tenía una magia especial, no sólo porque mi papá había instalado allí su escritorio, sino porque de la pared del fondo salía el tronco y las ramas de un árbol testarudo que había decidido crecer allí y que la adornaba impecablemente.
Y yo le hacía honores a su especialidad, eligiéndola como lugar de estudio sentada en el descuajeringado sillón, o dándole rienda suelta a mi curiosidad revisando cajones ajenos. Así descubrí, tiradas en un rincón, unas revistas pornográficas que, vaya a saber porqué, no me sorprendieron en lo más mínimo a pesar de mi corta edad. Y en otra ocasión, encontré unos negativos fotográficos que acusaron la plena vigencia de mi complejo de Electra: mostraban a una mujer desnuda sobre una cama, quien evidentemente no era mi mamá, junto a otro hombre a quien sólo mi imaginación freudiana pudo creerlo parecido a mi papá. La, para mí ,documentada infidelidad motivó mi raudo y lacrimoso aviso a mi mamá quien, luego de ver los negativos, me respondió con una carcajada que me dejó en el más merecido de los ridículos, seguida de una demostración convincente sobre que ni ella era la señora desnuda, ni mi papá el señor al costado de la señora, ni ninguno de los dos quien tomó la foto (jamás se me ocurrió pensar en quién corno había sacado la foto).
La escalera que unía el ambiente cotidiano con ese otro al que me gustaba escapar, también supo tener su protagonismo. En ella decidí que jamás fumaría, luego de tener un absceso de tos por haber probado un cigarrillo encendido que le llevaba a mi papá. Me regaló también el momento más tenebroso que viví jamás, cuando un rayo descargó su furia en su baranda, iluminando de un blanco fosforescente el abrazo que con mis hermanos le dimos a mi mamá en busca de apaciguar nuestro pánico.
Finalmente, el pasillo de entrada en el que los martes a la mañana corríamos para ser el primero en apropiarnos del Billiken; o el de las vueltas del colegio, que nos veía desabrochándonos el uniforme para ahorrar tiempo de ocio en casa; la puerta de hierro que a pesar de que se cerraba a los golpes, siempre fue tan efectiva que cuando entraron a robarnos debieron hacerlo por el techo; la pileta de cemento de la entrada, donde metía a mi perra para bañarla mientras ella hacía todo lo posible para que compartiéramos el “momento”.
Esa casa fue y es un continente entero de mis emociones. Y aún así, como estuvo siempre, “en construcción”, fue el hogar más perfecto que hubiera podido elegir.
Paradójicamente, durante más de 10 años de mi infancia, crecí en esa casa eternamente en construcción. Jamás llegó a ser lo que me contaron que sería, ni lo que yo misma quise que fuera: una casa de dos pisos, con un hermoso patio abajo; con una cocina cálida con desayunador; un resguardado living, ideal para contener el sonido de la música; y mi pequeño dormitorio con una alfombra peluda y un ventanal con salida al balcón que daba al patio de abajo.
Sólo llegó a tener el desayunador en la cocina y el patio. El resto: contrapisos, paredes con revoque, un baño exterior, mucha humedad y dos habitaciones compartidas entre siete.
Sin embargo, era más amable por lo poco que había que por lo mucho que podía haber. Esa casa supo dejar marcas en mi cuerpo y en mi alma.
Una casa de principios de siglo, con paredes que parecían tener venas que se cargaban de agua cuando llovía y mojaba los cables de tela, provocando inesperadas descargas eléctricas a quien se descuidara apoyándose en ellas. Fueron tantas las veces que me descuidé, que recién ahora me animo a cambiar una lamparita sin llamar al electricista.
El baño estuvo en el patio durante años, hasta que luego de mucho ahorro se pudo construir el pasillo que lo incluiría dentro de la calidez del hogar. Así aprendí a aguantarme las ganas de hacer pis durante la noche, hasta los límites insospechados del inevitable despertar; nunca me atreví a salir de madrugada a los invierno de los 0 grados, aún a costa de la salud de mis riñones.
Sólo habitábamos el piso de abajo. En el de arriba, había tres habitaciones que cumplían la función de depósito de la copiosa biblioteca de mi papá. Adoraba subir allí, sin anoticiar mi ausencia, para poder curiosear sin tiempo esos libros intrigantes. Recuerdo muchos que continuamente llamaban mi atención: uno de curanderismo, con una foto en la tapa que mostraba a alguien vestido de médico metiendo su mano en el estómago de una persona despierta; otro de magia negra, que empezaba con una tenebrosa advertencia sobre la verosimilitud de los ritos que incluía (entre ellos una invocación al diablo, que se debía realizar frente a un espejo iluminado con velas negras); otro de fotografía, con cuerpos desnudos en posiciones francamente irrepetibles; otro de Las Mil y Una Noches; muchos de filosofía, con frases inintelegibles para mí en ese entonces (y en este ahora, a veces).
En otra de las habitaciones estaba la colección encuadernada de diarios de 1945, que me apasionaba husmear en busca de viejas publicidades, y que en alguna ocasión me ha servido de entretenimiento junto a mis hermanos cuando llamábamos a los teléfonos publicados: ¿Hola, estoy hablando con "la sastrería Marco Polo" ?.
Pero había una cuarta habitación que tenía una magia especial, no sólo porque mi papá había instalado allí su escritorio, sino porque de la pared del fondo salía el tronco y las ramas de un árbol testarudo que había decidido crecer allí y que la adornaba impecablemente.
Y yo le hacía honores a su especialidad, eligiéndola como lugar de estudio sentada en el descuajeringado sillón, o dándole rienda suelta a mi curiosidad revisando cajones ajenos. Así descubrí, tiradas en un rincón, unas revistas pornográficas que, vaya a saber porqué, no me sorprendieron en lo más mínimo a pesar de mi corta edad. Y en otra ocasión, encontré unos negativos fotográficos que acusaron la plena vigencia de mi complejo de Electra: mostraban a una mujer desnuda sobre una cama, quien evidentemente no era mi mamá, junto a otro hombre a quien sólo mi imaginación freudiana pudo creerlo parecido a mi papá. La, para mí ,documentada infidelidad motivó mi raudo y lacrimoso aviso a mi mamá quien, luego de ver los negativos, me respondió con una carcajada que me dejó en el más merecido de los ridículos, seguida de una demostración convincente sobre que ni ella era la señora desnuda, ni mi papá el señor al costado de la señora, ni ninguno de los dos quien tomó la foto (jamás se me ocurrió pensar en quién corno había sacado la foto).
La escalera que unía el ambiente cotidiano con ese otro al que me gustaba escapar, también supo tener su protagonismo. En ella decidí que jamás fumaría, luego de tener un absceso de tos por haber probado un cigarrillo encendido que le llevaba a mi papá. Me regaló también el momento más tenebroso que viví jamás, cuando un rayo descargó su furia en su baranda, iluminando de un blanco fosforescente el abrazo que con mis hermanos le dimos a mi mamá en busca de apaciguar nuestro pánico.
Finalmente, el pasillo de entrada en el que los martes a la mañana corríamos para ser el primero en apropiarnos del Billiken; o el de las vueltas del colegio, que nos veía desabrochándonos el uniforme para ahorrar tiempo de ocio en casa; la puerta de hierro que a pesar de que se cerraba a los golpes, siempre fue tan efectiva que cuando entraron a robarnos debieron hacerlo por el techo; la pileta de cemento de la entrada, donde metía a mi perra para bañarla mientras ella hacía todo lo posible para que compartiéramos el “momento”.
Esa casa fue y es un continente entero de mis emociones. Y aún así, como estuvo siempre, “en construcción”, fue el hogar más perfecto que hubiera podido elegir.
9 comentarios:
Que hermoso recuerdo Manu!! .Por unos instantes habíté cada rincón de esa casa en " construcción".
Lo de las paredes electrificadas por el agua de lluvia o humdedad...jajaj me recordó mucho a la mía..Si me habrá dado patadas,(así quedé),hasta el día de hoy no cambio una lamparita.
Besos
Sin palabras. El post es hermoso y transmite todas las emociones con la precisión del recuerdo de esa misma cabeza de niña que los capturó.
La casa de mi primera niñez fue la de mis abuelos. Luego pasamos a la que perdura hasta hoy: eternamente en construcción, como la de tu relato. Aunque ya casi, luego de 25 años. Ya casi, o eso piensa mi mamá cuando mira desolada el "quinchito" del fondo que nunca es (y a esta altura, creo que nunca será).
Daludos, Manu. Qué alegría volver a leerte :-)
Aaaaaaa...
Odio la nostalgia, sin embargo, la nostalgia nos sirve para comprender que la vida esta repleta de sentido..
Orlando
Plumereando telarañas, escapando a los laberintos, llega a los comentarios, desde las tenebrosas profundidades de lectores silenciosos... el Santi.
¡¡Hola, Manu querida!! Me emocionan tus recuerdos, y tengo que confesar que despertaste en mí dos deseos (por los cuales brindar a fin de año): el primero tener una casa siempre “en construcción”, tengo la fe de que la condición de “en construcción” motiva muchisimo la imaginación. Y segundo, algún día echar un vistazo a esa tentadora biblioteca de tu viejo.
¡Te mando un gran abrazo!
Santi.
Qué hermoso el modo en que lo describís todo, fui viendo cada rincón, sintiendo cada lugar, y amando muchísimo a esa casa. Gracias por compartir algo tan bello!!
Un abrazo.
Gracias gente!
Emiliano: bienvenido!.
Jeje... estos recuerdos no son nostálgicos; mi nostalgia es empalagosa y efectista. Preguntale sino a los lectores asiduos del blog.
Santi: tenés mucha razón. Doy fe que el ánimo que genera lo que puede ser es mucho más saludable que el goce de lo que ya es.
El primer deseo no está en mis manos, pero para el segundo tengo el poder para ser tu Genio de la lámpara: pida y le será concedido.
Te aseguro que no te vas a arrepentir, porque no sólo es disfrutable la biblioteca, sino el ambiente en el que están esos libros, y su dueño, que puede dar clase de todo lo que tiene.
Besotes
yo vivi tambien parte de mi infancia en una casa antigua que en ese momento ya tenía más de 100 años, tan vieja que te digo que ahora la convirtieron en museo y cobran entrada para recorrerla. Raro saber que algo tuyo lo convierten en pieza de museo, cuando me enteré me sentí más vieja que la Legrand. Beso!
¡¡Muy buen artículo!!
Muchas gracias!.
Y bienvenido a estos lares.
Vuelva cuando quiera.
Besos
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