Por imposición de elecciones ajenas o por las propias, siempre estudié en colegios y universidades que quedaban a más de 40 cuadras de mi casa.
Con la excusa de la distancia, me obligaban a despertarme tempranísimo para llegar a horario, madrugando antes mi envidia a las que vivían a dos cuadras, y tenían tiempo para volver a su casa y buscar el mapa con división política que la maestra nos había mandado traer el día anterior.
La distancia me obligaba también a dejar de lado mi repetidas ganas de irme a casa a almorzar las sobras de la noche anterior, mientras vería en la tele a Carozo y Narizota, y resignarme a ser una más del montón, sentada en el comedor del colegio, comiendo la milanesa menos tentadora del planeta, en platos de un desconocido material irrompible, y una gelatina servida en vasitos plásticos de cafe.
Con la excusa de la distancia, me obligaban a despertarme tempranísimo para llegar a horario, madrugando antes mi envidia a las que vivían a dos cuadras, y tenían tiempo para volver a su casa y buscar el mapa con división política que la maestra nos había mandado traer el día anterior.
La distancia me obligaba también a dejar de lado mi repetidas ganas de irme a casa a almorzar las sobras de la noche anterior, mientras vería en la tele a Carozo y Narizota, y resignarme a ser una más del montón, sentada en el comedor del colegio, comiendo la milanesa menos tentadora del planeta, en platos de un desconocido material irrompible, y una gelatina servida en vasitos plásticos de cafe.
Así, entre concurrencias de dobles turnos, y tardes leyendo en bibliotecas, pasaba más de las tres cuartas partes de las horas útiles del día dentro de los claustros estudiantiles para no perder el tiempo en viajes.
Pero un vez, mi estadía en el colegio superó lo que mi cuerpo y mente estaban habituados a aceptar.
Sucedió una de esas pocas tardes en las que no tenía actividad extraescolar y salía del colegio al razonable horario de las 16 hs. Pero, por una razón que desconocí hasta muchos años después, ese día se olvidaron de ir a buscarme.
Y me quedé esperando en el hall. Al principio sin notar la demora, jugando con algunas compañeras; después sola, dibujando en el piso con el aserrín que tiraban siempre los días de lluvia.
Pero a las dos horas, comencé a desesperar, justo después de que la última rezagada mamá pasara a buscar a mi afortunada compañera, y me preguntara con cara de asombro si mis papás estaban demorados, y si quería que ella me llevara casa, a lo que, por verguenza supongo, le contesté irremediablemente que no.
Después, la angustia. Ni un solo ruido en todo el colegio. Solo monjas que iban y venían, dándome palmaditas en la cabeza. Me moría de ganas de hacer pis, pero no me quería mover del banco por las dudas de que llegara alguien en mi búsqueda y se pensaran que ya me había ido.
Y la angustia y la desesperanza llegaron a su punto máximo cuando vino la directora del colegio a ofrecerme cenar un sandwich y una manzana que traía en la mano. Solo aguanté a que se fuera, luego de mi respetuoso rechazo, y me largué a llorar: ¡cenar en el colegio....¡¿a quién se le puede ocurrir algún ofrecimiento más desagradable para una niña de 11 años?!. Ya era suficiente con tener que almorzar ahí, para encima verme obligada a ver la oscuridad de la noche, sentada en un banco del colegio, sola, comiendo un sandwich, invitada por una monja.
A esas alturas ya me resultaba increible pensar en mi rescate. Pero llegó de manos de mi mamá, a eso de las 8 de la noche.
Mucho tiempo después me explicarían que ese día debía buscarme mi papá, quien vaya a saber porqué pensó que él sólo debía encargarse de mis hermanos (que iban a un colegio a dos cuadras del mío), y que a mí me retiraría mi mamá. Gracias a que mi ausencia se notaba, al llegar a casa mi mamá preguntó por mí, se enteró del malentendido, y salió rápidamente en mi búsqueda.
El tiempo pasa, y los abandonos de antes se van convirtiendo en anécdotas con gracia, reemplazados por abandonos actuales, insuperables en sufrimiento, hasta que uno nuevo, le saque el primer lugar en el campeonato de los malos momentos. Puro entrenamiento.
Pero un vez, mi estadía en el colegio superó lo que mi cuerpo y mente estaban habituados a aceptar.
Sucedió una de esas pocas tardes en las que no tenía actividad extraescolar y salía del colegio al razonable horario de las 16 hs. Pero, por una razón que desconocí hasta muchos años después, ese día se olvidaron de ir a buscarme.
Y me quedé esperando en el hall. Al principio sin notar la demora, jugando con algunas compañeras; después sola, dibujando en el piso con el aserrín que tiraban siempre los días de lluvia.
Pero a las dos horas, comencé a desesperar, justo después de que la última rezagada mamá pasara a buscar a mi afortunada compañera, y me preguntara con cara de asombro si mis papás estaban demorados, y si quería que ella me llevara casa, a lo que, por verguenza supongo, le contesté irremediablemente que no.
Después, la angustia. Ni un solo ruido en todo el colegio. Solo monjas que iban y venían, dándome palmaditas en la cabeza. Me moría de ganas de hacer pis, pero no me quería mover del banco por las dudas de que llegara alguien en mi búsqueda y se pensaran que ya me había ido.
Y la angustia y la desesperanza llegaron a su punto máximo cuando vino la directora del colegio a ofrecerme cenar un sandwich y una manzana que traía en la mano. Solo aguanté a que se fuera, luego de mi respetuoso rechazo, y me largué a llorar: ¡cenar en el colegio....¡¿a quién se le puede ocurrir algún ofrecimiento más desagradable para una niña de 11 años?!. Ya era suficiente con tener que almorzar ahí, para encima verme obligada a ver la oscuridad de la noche, sentada en un banco del colegio, sola, comiendo un sandwich, invitada por una monja.
A esas alturas ya me resultaba increible pensar en mi rescate. Pero llegó de manos de mi mamá, a eso de las 8 de la noche.
Mucho tiempo después me explicarían que ese día debía buscarme mi papá, quien vaya a saber porqué pensó que él sólo debía encargarse de mis hermanos (que iban a un colegio a dos cuadras del mío), y que a mí me retiraría mi mamá. Gracias a que mi ausencia se notaba, al llegar a casa mi mamá preguntó por mí, se enteró del malentendido, y salió rápidamente en mi búsqueda.
El tiempo pasa, y los abandonos de antes se van convirtiendo en anécdotas con gracia, reemplazados por abandonos actuales, insuperables en sufrimiento, hasta que uno nuevo, le saque el primer lugar en el campeonato de los malos momentos. Puro entrenamiento.
11 comentarios:
mi madre era desmemoriada y un poco abandonica. una vez fui al cole sin bombacha y otra sin los dientes postizos.:¬)(ahora suena gracioso pero a los 3 y 5 años no lo fue tanto). No me dejaron en el cole olvidada pero mi dia habitual desde primer grado era salir del cole, caminar unas cuadras hasta casa y quedarme esperando sola a que llegara mi mama a las 8 de la noche mas o menos (yo salia al mediodia). Fue dificil la niñez pero como vos decis todos son aprendizajes. beso.
Creo que ese tipo de cosas, que en mi familia también tenía que obedecer, nos sirven para aprender a ser responsables. Aprender a vivir solo es la mejor enseñanza de la vida, creo yo.
Buen blog, le debo varias visitas, :P.
Un abrazo,
Orlando.
Qué lo tiró. Leyéndote me doy cuenta de lo tarde que llegó mi primer abandono. Y lo mucho que me marcó...
Es buenísimo volver a leerte, Manuelita!
Yo hubiera formado parte del grupo de alumnas a las que usté detestaba por vivir ¡¡¡a la vuelta de la escuela primaria!!!
En la secundaria, también estuve a pocas cuadras!!!
En la actualidad, Candorito va a un jardín a una cuadra y media de casa... necesito vivir cerca de buenos establecimientos educacionales!!! (la costumbre, vio!!! ajajaja).
Esto, para mantener ciertos hábitos: comer en casa y no estar mucho tiempo fuera de ella!!!.
Pero puedo recordar cuando a Candorita mayor, la pasé a buscar 5 minutos (5 MINUTOS!!!!) tarde cuando estaba en 1º grado... ¡¡su carita me partió el corazón hasta el día de hoy!!!
Y coincido plenamente con usté: los abandonos son algo muy difícil de superar, si doña!!!
Besotes con todo mi candor presente!!!
Blue: me ganaste con la anécdota del olvido de la bombacha. Vio? siempre hay alguien que la pasó peor. Besotes
Emiliano: ciertamente es así. Gracias por la visita. Las puertas quedan abiertas para cuando gustes volver.
Saludos
Cassandra: más tarde, más difícil. Por algo nuestras mamás prefieren que nos agarremos paperas y varicela de chiquitos.
Pero que se le va a hacer...uno no elige.
Besototes.
Cando: algunos nacen con suerte ;-). Otras, viviremos con el karma de la envidia.
Besos muchos
Manuelita, que hermosa historia, tu forma de contarla sin rencor es bastante atípica...
yo vivia a tres cuadras de la escuela y llegaba tarde toooodos los días, asi que terminaba siempre peleando con mi pobre madre que se volvía loca con mi vuelterismo.
te dejo un beso. Y además un regalito que debes pasar a buscar por mi blog.
beso
cada abandono es un entrenamiento para el siguiente,siempre superables..aunque tambien con momentos felices superables. besotes
Qué sensación espantosa la de ser olvidada... recuerdo que mi hermano se olvidó de irme a buscar al jardín de infantes, y llegó cuando era de noche... me dio alegría verlo, porqu creí que me iba a tener que quedar a vivir allí... pero tardé mucho en perdonárselo...
Un abrazote.
Uy si me pongo a contar los abandonos,me pondría a chillar como marrano,pero prefiero olvidarlos para seguir sonriendo.
Besos Manuelita
tiene un regalito en mi bog, besotes
Malena: me ha costado caro el rencor...además no es pa´tanto.
Y muuchisisimas gracias por tu gratitud.
Besos muchos
MNSH: de la experiencia a la docencia ;).
Muchas gracias por su regalo. Agradezco sobretodo, su meditada elección.
Marina: la verdad es que yo no sabía con quién estar enojada...habrá sido por eso que tengo solo el recuerdo de la angustia.
Marisa: hay abandonos buenos, de esos que nos hacen animarnos a salir solos. Esos, hay que agradecerlos, aunque en el momento nos cuesten lágrimas.
Besos a todos
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