Desde los ocho años hasta los doce tuve una especie de florecimiento místico, fomentado por las vísperas de mi Primera Comunión, las clases intensivas de catequesis en mi colegio, y el trabajo comunitario que mis papás habían asumido en la iglesia de mi quinta.
El éxtasis de Sor Juana se me acabó cuando dejé de torturar al cura confesándome cada mala palabra que decía, y empecé a pasar horas hablando por teléfono con mis amigas sobre los varones de los colegios vecinos al nuestro.
Durante ese tiempo, adoré ser parte activa de las misas dominicales de la parroquia de mi quinta, leyendo las lecturas, cantando los coros, siendo monaguillo o preparando las hostias para consagrar. Pero me gustaba aún más que la participación de mis papás en esa parroquia me daba acceso a lugares y a personas que otros niños ni siquiera imaginaban: conocía la sacristía y la casa donde dormían los sacerdotes; nos quedábamos después de misa jugando con el órgano Hammond o en el confesionario; y compartíamos cenas en casa con el párroco, quien incluso llegó a ser padrino bautismal de uno de mis hermanos.
Paradojicamente, las circunstancias sagradas a veces envilecen más que lo que santifican.
Así fue como las felicitaciones que habitualmente recibía por mi buena declamación o mi linda voz, y ese libre acceso a lo que era incógnito para el "vulgo", me hacían sentir en un lugar especial del que me regodeaba silenciosa pero innoblemente.
Y cuento eso para no avergonzarme dando a conocer que estuve maquiavélicamente tentada de robarme el muñeco del Chapulín Colorado, que junto con otros juguetes igualmente envidiables, habían donado a la parroquia para repartirlos el día del niño; durante semanas debí soportar verlo guardado en el mueble de los platos, sin siquiera animarme a tocarlo para no darle rienda suelta a la tentación. Me alivia pensar que Kant tenía razón, y que no es moralmente bueno el que disfruta siéndolo, sino el que aún no queriendo serlo, se esfuerza y lo consigue.
Pero a veces, mi remordimiento ni siquiera se tomaba la molestia de aparecer en mi conciencia, y liberaba la zona para que pudiera robar algo del dinero de la colecta de la misa, que mis papás se encargaban de contabilizar y custodiar (finalmente, las mentiras no tienen patas tan cortas, y recién 25 años después mis papás se enterarán no sólo que su hija era la encarnación del pecado al séptimo mandamiento, sino de porqué no les cerraban las cuentas de la parroquia). Sí, ya se que debería tener prontuario por reincidente, pero en ambas ocasiones era inimputable.
Ahora bien, cuando se organizaban los festivales o las peñas, la tentación me dejaba en paz, me olvidaba de mi pretendida condición especial y volvía a sentirme una más, disfrutando a la par de cualquier chico.
Me sentaba en una de las sillas de madera plegables, dispuestas en damero en el galpón que se escondía atrás de la parroquia, y que hacía las veces de salón de fiestas y afines, mirando al escenario rudimentario en el que se realizaría algún sorteo, actuaría algún grupo musical folclórico, o se representaría alguna obra con motivo del día de los Reyes Magos ("Llegaron ya los reyes eran tres, Melchor Gaspar y el Negro Baltazar, arrope y miel le llevarán y un poncho blanco de alpaca real...Changos y chinitas duermanse, que ya Melchor , Gaspar y Baltazar, todos sus regalos dejarán para jugar mañana al despertar..."). Pero lo que más me entusiasmaba era ver alguna de las películas que proyectaban en la pantalla portátil, ubicada en el medio del salón que se acondicionaba a modo de cine tapando las ventanas altas con papel afiche negro.
Mis papás habían comprado un proyector de Super 8 -que aún hoy recuerdo como ultramoderno, porque se podía usar como televisor si se le tapaba la lente-, y una o dos veces por mes programaban la exhibición gratuita de algún film que alquilábamos los viernes, en la calle Lavalle o en Alvarez Thomas, cuando íbamos camino a mi quinta.
El resto del tiempo ese proyector se quedaba en casa, y lo aprovechábamos a lo grande, mirando infinidad de películas proyectadas en la pared del comedor, escuchando sus sonidos mezclados con el ruido de la cinta al pasar; los chicos sentados en el piso, y el "grupo de la parroquia" tirados en las camas de uso múltiple -una decena de chicos que al estilo Pelito, noviaban entre sí, y aprovechaban las bondades de mi quinta: pileta, cena y cine gratis-.
Algunas de las escenas memorables que me regaló ese proyector: una cabeza estallando en mil pedazos en "Scanners"; mi papá sin barba y bigote; los honguitos bailarines de "Fantasía"; mis abuelas con capelinas en un casamiento...
El resto, una confesión fuera del confesionario, de la que me acordé mientras me dejaba llevar por una película de dibujos animados, proyectada en una pantalla portátil, ubicada a la mitad de un salón acondicionado a modo de cine, con las ventanas tapadas con cortinas oscuras, y sillas de de plástico puestas en damero, situado frente a la comisaría de un pueblo del interior.
El éxtasis de Sor Juana se me acabó cuando dejé de torturar al cura confesándome cada mala palabra que decía, y empecé a pasar horas hablando por teléfono con mis amigas sobre los varones de los colegios vecinos al nuestro.
Durante ese tiempo, adoré ser parte activa de las misas dominicales de la parroquia de mi quinta, leyendo las lecturas, cantando los coros, siendo monaguillo o preparando las hostias para consagrar. Pero me gustaba aún más que la participación de mis papás en esa parroquia me daba acceso a lugares y a personas que otros niños ni siquiera imaginaban: conocía la sacristía y la casa donde dormían los sacerdotes; nos quedábamos después de misa jugando con el órgano Hammond o en el confesionario; y compartíamos cenas en casa con el párroco, quien incluso llegó a ser padrino bautismal de uno de mis hermanos.
Paradojicamente, las circunstancias sagradas a veces envilecen más que lo que santifican.
Así fue como las felicitaciones que habitualmente recibía por mi buena declamación o mi linda voz, y ese libre acceso a lo que era incógnito para el "vulgo", me hacían sentir en un lugar especial del que me regodeaba silenciosa pero innoblemente.
Y cuento eso para no avergonzarme dando a conocer que estuve maquiavélicamente tentada de robarme el muñeco del Chapulín Colorado, que junto con otros juguetes igualmente envidiables, habían donado a la parroquia para repartirlos el día del niño; durante semanas debí soportar verlo guardado en el mueble de los platos, sin siquiera animarme a tocarlo para no darle rienda suelta a la tentación. Me alivia pensar que Kant tenía razón, y que no es moralmente bueno el que disfruta siéndolo, sino el que aún no queriendo serlo, se esfuerza y lo consigue.
Pero a veces, mi remordimiento ni siquiera se tomaba la molestia de aparecer en mi conciencia, y liberaba la zona para que pudiera robar algo del dinero de la colecta de la misa, que mis papás se encargaban de contabilizar y custodiar (finalmente, las mentiras no tienen patas tan cortas, y recién 25 años después mis papás se enterarán no sólo que su hija era la encarnación del pecado al séptimo mandamiento, sino de porqué no les cerraban las cuentas de la parroquia). Sí, ya se que debería tener prontuario por reincidente, pero en ambas ocasiones era inimputable.
Ahora bien, cuando se organizaban los festivales o las peñas, la tentación me dejaba en paz, me olvidaba de mi pretendida condición especial y volvía a sentirme una más, disfrutando a la par de cualquier chico.
Me sentaba en una de las sillas de madera plegables, dispuestas en damero en el galpón que se escondía atrás de la parroquia, y que hacía las veces de salón de fiestas y afines, mirando al escenario rudimentario en el que se realizaría algún sorteo, actuaría algún grupo musical folclórico, o se representaría alguna obra con motivo del día de los Reyes Magos ("Llegaron ya los reyes eran tres, Melchor Gaspar y el Negro Baltazar, arrope y miel le llevarán y un poncho blanco de alpaca real...Changos y chinitas duermanse, que ya Melchor , Gaspar y Baltazar, todos sus regalos dejarán para jugar mañana al despertar..."). Pero lo que más me entusiasmaba era ver alguna de las películas que proyectaban en la pantalla portátil, ubicada en el medio del salón que se acondicionaba a modo de cine tapando las ventanas altas con papel afiche negro.
Mis papás habían comprado un proyector de Super 8 -que aún hoy recuerdo como ultramoderno, porque se podía usar como televisor si se le tapaba la lente-, y una o dos veces por mes programaban la exhibición gratuita de algún film que alquilábamos los viernes, en la calle Lavalle o en Alvarez Thomas, cuando íbamos camino a mi quinta.
El resto del tiempo ese proyector se quedaba en casa, y lo aprovechábamos a lo grande, mirando infinidad de películas proyectadas en la pared del comedor, escuchando sus sonidos mezclados con el ruido de la cinta al pasar; los chicos sentados en el piso, y el "grupo de la parroquia" tirados en las camas de uso múltiple -una decena de chicos que al estilo Pelito, noviaban entre sí, y aprovechaban las bondades de mi quinta: pileta, cena y cine gratis-.
Algunas de las escenas memorables que me regaló ese proyector: una cabeza estallando en mil pedazos en "Scanners"; mi papá sin barba y bigote; los honguitos bailarines de "Fantasía"; mis abuelas con capelinas en un casamiento...
El resto, una confesión fuera del confesionario, de la que me acordé mientras me dejaba llevar por una película de dibujos animados, proyectada en una pantalla portátil, ubicada a la mitad de un salón acondicionado a modo de cine, con las ventanas tapadas con cortinas oscuras, y sillas de de plástico puestas en damero, situado frente a la comisaría de un pueblo del interior.
"Nocturna": mi memoria emotiva