Descarga

Cuando estoy más cerca de mis lugares, me desarmo pacíficamente. Aunque traiga a cuestas dolores, insatisfacciones, o fracasos, para mí la queja es lo más inocuo.
Nada me hace mejor que contar con el tiempo libre para despacharme gratuitamente: llorar aunque exagere el síntoma, sobrestimar el mal rato, aunque no valga la pena el enojo; necesito expirar la mugre.
Se que aún no aprendí a no desperdiciar el resto del día, limpiarme y seguir libre del peso molesto, pero también se que me ha hecho peor seguir como si nada me transformara. Y por eso prefiero la reacción a la indiferencia, el enojo al desencuentro.
Quiero seguir guardando mi alma para los ánimos que elijo conservar, y no para los que se imponen y roban lugar.

El dominó de mi abuelo


Este es el dominó de mi abuelo, con el que jugaba las tardes en su casa, una y otra vez, porque con él todo era entretenido, aunque se lo repitiera hasta el cansancio.
Las fichas son minúsculas; no se como hacía para verlas. Pero con o sin dificultad para distingirlas, jamás me dejaba ganar si no era en buena ley.

Mi abuelo no hablaba mucho, pero se sonreía todo el tiempo. Tenía la sonrisa más fresca y tierna que jamás vi.
A él le gustaba hacer, y se aburría mucho si no podía estar trepado en alguna escalera hecha por él, cortando el cerco, limpiando la pileta, o arreglando la parrilla.
Adoraba compartir esas tareas con él, porque tenía la virtud de contagiar sus ganas. Y así me enseñó a no amedrentarme y ponerle manos a la obra cuando había algún cajón roto, o alguna pared para pintar.
Algunos flashbacks:
Era mi abuelo quien me iba a buscar todos los mediodías al jardín de infantes, para llevarme a almorzar a su casa. Siempre me traía un par de caramelos gigantes de dulce de leche -que debía comer en tres partes para no ahogarme-, y escuchaba pacientemente mis peroratas sobre el funcionamiento de los semáforos o sobre alguna cuestión médica, mientras caminábamos a la parada del colectivo 132, que estaba justo frente a una juguetería que jamás vi abierta.
Una tarde en la que nos vio a mis hermanos y a mí jugando a la familia, nos construyó una cabaña con troncos atados con hojas de palmera, entre dos de los pinos de mi quinta, para darle la escenografía ideal a la fantasía . Estaba tan bien hecha, que ni siquiera dejaba pasar la lluvia, y duró meses en pie.
Todas las noches era él el encargado de ponerle el cloro a la pileta para mantenerla limpia, y yo la elegida por mi abuelo para hacer la innecesaria "revuelta" del agua, nada más que para darme el gusto de cumplir el deseo prohibido por mis papás de meterme a la pileta a la noche.
Los asados de mi abuelo eran los mejores, sobre todo el pollo a la parrilla. Pero aún mejor eran las charlas que compartía con él frente a la parrilla. Cuando iba a hacerle compañía, me tentaba con algún bocado especialmente dedicado para que me quedara conversando, sobre cualqueir tema que la ocasión brindara: las estrellas, los sapos, el colegio. No se cuál era su secreto (a menos que el amor le de tanto sabor a las comidas), pero jamás volví a probar un pollo a la parrilla tan rico.