Siempre se puede ir más lejos


No será la primera ni la última vez que pague por algo que detesto. A veces, tener a nuestro alcance el objeto de la averción sirve para recordar una y otra vez las razones que justifican el elemental sentimiento -no vaya a suceder que en algún momento de poca lucidez alguien nos convenza de darle una segunda oportunidad, y nos arrepintamos de nuestro profundo sentir-.
Bueno, esa fue la principal razón por la que compré este disco de los Pitufos; la otra, es usarlo para mis prácticas de vudú.

¿Porqué los detesto?, primero porque no me fio de criaturas azules, menos si viven dentro de hongos, y menos que menos si son una aldea de depravados misóginos, cuya única representación del sexo femenino es una narcisista, venida a buena luego de renegar de su origen (mucha sopa le falta para llegar a ser una Penelope); segundo, porque su único padecimiento y sentido de sus vidas es evitar el acoso de un sacerdote menos inteligente que su gato; y por último (aunque esta sola razón es suficiente para aborrecerlos), porque todo empieza y termina con una taladrante melodía repetitiva y sin el más básico sentido de la armonía.
Pero hay más razones: a este odio natural se le sumó el espanto, cuando la vecina que vivía frente a mi quinta, luego de contarnos que un "hombre gato" había violado y asesinado a una pareja de novios a dos cuadras de mi casa, condimentó su crónica -por las dudas de que eso no me hubiera asustado lo suficiente- con el relato sobre un bebé que había sido extrangulado por un muñeco Pitufo mientras dormía, que se había prendido fuego al intentar desprenderlo del cuello del infante. De más está decir que esa noche no sólo no dormí, sino que me mantuve en guardia, armada con un cuchillo debajo de la almohada...cualquier cosa, me ensañaría contra el peluche azul, y lo despanzurraría haciendo volar sus tripas de guata.
En estas circunstancias, no me fue difícil creer que el inventor de los Pitufos vendió su alma al diablo para que sus horribles criaturas tuvieran el éxito tan gratuito e inmerecido que tuvieron.

Yo soy una Gargamel del siglo XXI, y me esforzaré dedicadamente por mantener intacto mi desprecio y propagarlo todo lo que esté a mi alcance.
Y al que no le guste, que cambie de religión!.

Regalos de otros mundos

Casi me largo a llorar de la emoción cuando lo encontré... ¿por ese vaso de pástico digno de un "Todo por dos pesos"? (al que se atreva siquiera a pensar esa idea bárbara, le advierto que se abstenga de comentarla sino quiere merecer el ostracismo).
Pues sí, ese humilde vasito vale mi conmoción más auténtica.
Viajó a casa -junto con otros dos que pertenecían a mis hermanos- directamente de Estados Unidos, de manos de una pariente (o conocida emparentada) de mi abuela paterna, a quien conocemos como Paquita.
Esta buena señora, gracias a la ternura que le inspiramos cuando nos vino a visitar a mis 3 años, se tomó por costumbre enviarnos regalos desde sus pagos (¡qué suerte que nos conoció de chiquitos!, porque sino nos agarraba de grandulones no le hubieramos provocado ni lástima, y seguro nos perdíamos de disfrutar su altruismo).
Los juguetes que nos mandaba eran el súmmum de lo novedoso y original, y en medio de una Argentina devaluada e inflacionaria (mirá qué casualidad...cómo ahora, pero ya sin Paquita regalona) eran la envidia de nuestros primos y amiguitos.
Así llegaron a nuestras manos un robot con panza de pantalla a color; un mini horno microondas eléctrico, que cocinaba de verdad los preparados de galletitas y tartas que incluía en sobrecitos; una máquina de hacer helados que tenía forma de casita, con una chimenea de Snoopy que empujaba el hielo para triturarlo y escupirlo por la puerta, donde lo esperaba el vaso, listo para que el polvito mágico que traía convirtiera el hielo picado en un delicioso sorbete; un delantal con un bolsillo que lucía prólijamente 30 crayones de colores; una máquina de escribir de juguete con una tapa que la transformaba en una cómoda valijita (la misma que un día que entraron a robar en casa se salvó del saqueo por estar escondida debajo de la cama, oculta de las malas intenciones de mis hermanos)...
¡Y vaya uno a saber cuántas cosas más que quedaron en la Aduana! (bah, en la casa de algún despachante, o en alguno de los negocios de "todo importado"- la Salada de la época-); porque salía más caro pagar los impuestos de importación que viajar a Estados Unidos. Por un chisme de mi abuela supe que entre las cosas que quedaron abandonadas a su suerte había una muñeca de tamaño real, que hablaba y cantaba en inglés. Durante años la imaginé, la soñé y la esperé....¿quién la tendrá ahora? (no en vano sufrí al leer "Cuando Hitler robó el conejo rosa").

Volviendo al vaso: con él tomaba el cafe con leche, la chocolatada, el jugo y todo lo que le cupiera; varias veces, acompañado de las mismas galletitas de animalitos que las de la foto, que tenían un sabor tan insulso que hacía que duraran todo el mes, y que venían con unos confites grandotes, mas feos que comer revoque (evidentemente, eran baratas).

Que sepa abrir la puerta para ir a jugar

Luego de mi ya cotidiano espionaje por uno de los blogs que valen la pena, me quedé con la sonrisa pegada a mi cara y buceando en mi memoria tras los infinitos detalles de mis momentos lúdicos. Nada complejo, si se tiene en cuenta el casi inagotable registro de esas horas de elucubración, preparación y práctica de la idea perfecta que me convertiría en lo que en ese preciso instante quería ser: princesa, mamá, oficinista, peluquera, maestra...
Mis exigencias para vestir el ambiente, buscando por todos lados los elementos propicios que hicieran indudable la escena, y la tarea de convencimiento a mis hermanos para que se prestaran a asumir sus respectivos e inaletarables roles, conseguían estremecerme más que el propio desempeño, que al fin de cuentas me terminaba agotando (o a mis hermanos...que para el caso es lo mismo, ya que el juego solitario no era lo mío...para eso leía).
Así, nos la pasábamos la siesta entera llenando el parque de ladrillos que construían los muebles de la casa de nuestra familia millonaria; o recortando láminas de telgopor (sobrantes del tratamiento antifiltraciones del techo), para decorar el tenebroso castillo de los monstruos; o juntando piedras y pedacitos de mármol que diagramaban un pueblo en miniatura, bajo la sombra de los pinos.
Esos eran mis juegos favoritos, los que daban rienda suelta a mi ansiedad por imaginar y hacer, aquellos en los que yo era príncipe y mendigo del reino según mi útil conveniencia; donde la voluntad es absoluta y el remordimiento más grande es ver a tu hermano llorar porque no respetaste tu promesa de que él eligiría el próximo juego.

Hay un texto que luce su cualidad más exquisita (y así empezó mi catársis):

"Para que el juego sea juego, hay un punto en que se cortan las amarras, se abandona el muelle y se entra en un territorio siempre inquietante del propio imaginario.
Se entra a buscar algo que jamás se encuentra pero que, por eso mismo, se debe seguir buscando. Siempre hay riesgo. Y extrañeza.
Mientras se está ahí no se será ni menos ni más feliz, ni menos ni más serio, ni menos ni más responsable que la niña que cruzaba el patio desierto ondulando los brazos en el aire, jugando a ser gaviota."
Dibujo realizado con pastel al óleo por Raquel Barbieri

Mi tiempo

El otro día, mientras viajaba en el mismo subte que hace veinte años me llevaba del colegio a mi casa, me topé con el vendedor ambulante que en esa época pasaba todos los días vendiendo curitas. ¿Qué hacía?, vendía curitas, con la misma voz ronca, con el mismo aspecto de abuelo...
Ayer entré a un negocio del que fue mi barrio, y me asombró que todo estuviera exactamente igual que hace mas de quince años: la misma dueña, el mismo mostrador, las mismas cortinas en los vestidores, el mismo olor...

Estando ahí, en ambos momentos, me di cuenta que no me gusta transportarme así al pasado, cayendo involuntariamente como si me hubieran hipnotizado.
Lo que en realidad me llena el alma es la memoria, elegir los recuerdos que quiero traer a mi lugar de hoy, y gozarlos o padecerlos así, como recuerdos. Aunque a veces venga con ruido ambiente o algún daño colateral, mi cuerpo entero ya está preparado para tolerar la porción con gusto a podrido. Pero no, si de una sacudida quedo parada en medio de la escena que ya actué; así no, así no me gusta.

Hay lugares para los que el tiempo no pasa. Y hay personas que no dejan pasar el tiempo.
No me gustan esos lugares ni esas personas.

Hay lugares que se conservan. Y hay personas que no se pierden.
Esos son los lugares y las personas que elijo.

Con todos los sentidos

"QUERIDOS NIÑOS

He aquí un cuento para leer y escuchar: hay voces e imágenes. Si colocan el disco en el tocadiscos, los personajes del cuento les relatarán su historia. Mientras escuchen sus aventuras, hojeen las páginas del libro y verán surgir figuras maravillosas: animales sabios con simpáticos hocicos, princesas rubias espléndidamente vestidas, intrépidos caballeros y reyes buenos, brujas y hadas, enanos y gigantes...No pierdan tiempo, abran las puertas a la magia. El tocadiscos ya funciona. Lean la primera página del libro y el hermoso MUSICUENTO comenzará..."

No recordaba estos cuentos hasta que vi uno de los discos. De repente, se me apareció la imagen de mi papá, volviendo de trabajar con el libro debajo del brazo.
Haciendo memoria recordé que llegué tarde a los discos, porque en mi época ya se editaban en cassettes. Estoy casi segura que nunca los escuché, probablemente porque el único "pasacassette" que había en casa estaba en la habitación de mis papás, y demás está decir que no nos dejaban meter mano en él (lo bien que hacían!). De todas formas, no me quejo; desde chica me basta con leer para imaginarme los lugares, las voces, la música, los olores, sin necesidad de nada real que me vista la escena.

Bueno, ahora tengo los discos pero no los cuentos...la vida es así de compleja. Ya caerán en mis manos.

Musicuento.mp3 -

"Vengan a mí, este cuento les quiero yo contar
A escuchar
Vengan a mí, a mi mundo de sueños a soñar
Vamos ya
No traigan paraguas, una capa roja ni una gran cartera
Para llegar a mí basta sólo fantasía y bondad
Y bondad

Había una vez..."


Fiesta patria

"Nos ponemos de pie para recibir a la bandera de ceremonia"

"Entonamos las estrofas del himno nacional"

"A continuación, la Sra. Directora, dirá unas palabras alusivas":
"Autoridades del colegio, profesores, maestros, padres, y alumnos: hoy estamos aquí reunidos para conmemorar...."


Siempre igual. Siempre el mismo orden. Siempre el mismo aburrido discurso, que apenas se reciclaba en el año del aniversario.
Nadie escucha. Nadie entiende. A nadie le importa.
La melodía patria suena con toda la fritura que cabe en el disco. O en su defecto, algo peor: la maestra de música al piano, quien no sabe ni tocar el Arroz con leche, presume que toca el himno.
Los alumnos solo disfrutan de no estar escuchando un discurso mas somnoliento aún: la regla de tres simple, el análisis sintáctico-semántico-morfológico, o la reproducción de las plantas dicotiledóneas.
Los padres de los chicos buenos, se babean y ensanchan la espalda viendo a sus hijos como abanderados o escoltas, con el uniforme impecable (obra de la mamá, que corrió la noche anterior a comprar almidón para dejar los cuellos del guardapolvo como cemento), firmes y serios como soldados (ni en foto se quedan tan quietitos).
Los padres de los chicos malos, asoman sus cabezas (o las esconden para no pasar verguenza) al ver como sus hijos se ponen a bailar el himno o chiflan a la maestra cuando empieza a decir el discurso.
Las maestras, paradas al lado de su pelotón, hacen lo que nunca consiguen: mantener en orden a la tropa.
Y finalmente lo más entretendido (que no es mucho, frente al resto de lo soportado): la desganada representación de los alumnos, de un libreto impuesto por sus profesores y que sólo les sirvió para perder horas libres en los ensayos.
Todo se ve como en banco y negro.

Así fue, y así será, por los siglos de los siglos. Amén


PD: En mi colegio, la única vez que nos dejaron romper con esta tradición y nos dieron "libertad creativa", apareció San Martín saltando con su espada, al son del tema de fondo "Flash" (de Queen), y se calló al piso arrancando el cabildo que estaba pegado en la pared del escenario.

Update visual

Finalmente me tomé el trabajo de buscar lo que debía para colorear la entrada de los cumpleaños:

Ahí estoy con MI torta conejo!!.

¡Cómo adoraba ese vestidito azul!.

Jeje..ahora que veo la fuente sobre la que están los sandwiches, me acordé de las reuniones de tupperware que organizaba mi abuela en su casa para vender; hacía demostraciones batiendo crema chantilly, mientras yo me paseaba esquivando las agarradas de cachete de las señoras clientas, y metiendo mis pelos largos en la crema.

En penitencia!!

Cuando ahora me porto mal nadie me reta (como dice mi perfil, no soy buena sino mala cuando se me da la gana); además de porque generalmente nadie se entera de mi villanía -lo que mucha veces resulta en la poca efectividad de la maldad cometida-, también porque mi conciencia casi siempre llega tarde a casa y me encuentra dormida.
Pero cuando era chica me cansé de escuchar "cuando venga tu padre vas a ver", o de que me mandaran a mirar la pared, hasta que mis papás se acordaban que no era parte de la decoración y me dejaban volver a mi mundo. Mi hermano más grande no parecía padecer demasiado esa penitencia, porque era capaz de quedarse durante horas mirando la pared, relajado y balbuceando vaya a saber uno qué cosas, mientras rasqueteaba la pared haciendo dibujos.
Cuando nuestra mitad diablito salía a relucir mientras estábamos en la calle o con gente que no era parte del círculo de confianza, ¡agarrate catalina!; porque si algo detestaba mi mamá era que le hiciéramos pasar papelones ante gente desconocida, o que le demos letra a las lenguas envenenadas, siempre dispuestas a poner el mote de mala madre a cualquiera que se le ocurriera dedicarse a algo más que a la crianza de sus hijos.
En esas situaciones, antes que nada, mi mamá se encargaba de frenar cualquier atisbo de rebeldía con un "en casa hablamos", dicho al oído en un tono suave y amable -absolutamente incongruente con su vengativa intención- mientras nos apretaba la mano tan fuerte que parecía que nos la iba a romper, para ponernos al tanto de que sabía muy bien lo que habíamos hecho. Después venía la vuelta a casa: una tortura en sí misma; rogábamos que le agarrara un ataque de amnesia, o que en la equina se encontrara con Rolando Rivas y se olvidara del reto. Pero no, nada era capaz de cambiar nuestro destino; el reto empezaba a hacer efecto nomás entrábamos al pasillo de casa, y terminaba con la sentencia que nos mandaba a la cama sin comer y sin tele.
Ahora si había algo para lo que funcionaban de maravillas la amenaza de los retos paternos, era para extorsionarnos entre hermanos: cada vez que alguno se mandaba una de las suyas, anotábamos el dato en la libretita de la cuenta corriente para cobrárnoslo cuando necesitáramos algún favor..."mirá que sino le cuento a papá lo que hicieste el otro día".
En el jardín, los retos dependían de la osadía. Si te hacías el pispireta y decías alguna mala palabra, te amenazaban con lavarte la boca con lavandina. Un día agarraron a uno, que hacía de eso su profesión, y se lo llevaron derechito al baño; la cara de espanto con la que nos quedamos todos imaginándonos como le llenaban la boca de detergente, no amedrentó a la maestra. Y si nos peléabamos, el colmo de la verguenza era sentarnos en una sillita con la cola sobre nuestras manitos, en medio de la ronda de compañeritos que nos miraban con picardía.

Y bueno, así fue como para los demás siempre fuimos los hijos ejemplares, los que siempre nos portábamos bien, y hacíamos merecedores de elogios a nuestros papás por lo "bien educaditos" que estábamos.

Cumpleaños feliz

Lo que más me gustaba de cumplir años cuando era chica –incluso más que recibir regalos-, es que me lo festejaran muchas veces: a la mañana en el jardín, a la noche en casa, el domingo en lo de la abuela; y si estábamos de buenas, en algún salón de fiestas.
Pero antes de llegar a poder disfrutar de las reuniones populosas, en mi casa había una tradición cumpleañera que se ha llevado todos los aplausos al momento de ver las fotos. Cuando cumplíamos uno y dos años, al llegar el turno de apagar las velitas, nos sentaban justito en frente de la torta toooda encremada, y nos dejaban librados a nuestro antojo…total, ¿qué podía pasar?...pues lo que pasaba: hundíamos nuestras hermosas caritas en medio de la torta, como si nos la quisiéramos comer de un bocado. Qué placer que debía ser eso!!!, lástima nuestra absoluta inconciencia (como dicen por ahí, la juventud es una cosa maravillosa y un verdadero crimen desperdiciarla en los chicos).
Más adelante, ya cuando íbamos al jardín de infantes, el rito consistía en que la primera torta que llevábamos a la salita era una con forma de conejo: con sus ojos naranjas, su nariz rosadita, sus orejas bien paradas, y cubierto de algo que si no recuerdo mal, era coco rallado. Me acuerdo que en ese primer cumpleaños en el jardín, mi mamá tuvo que dejar la torta conejo sobre una mesa con rueditas que había en el hall, frente al ascensor que nos llevaba a la salita, como era habitual en esos casos; pero resultó que yo no quería!!!, quería llevarla conmigo, porque esa torta era mía!!!. La verdad que no recuerdo como me convenció mi mamá para separarme de MI torta, pero lo que me es inolvidable es la angustia que tuve hasta que la vi en perfectas condiciones en la mesita de la sala (no se si tenía miedo de que la rompieran o simplemente ya estaba haciendo méritos para recibir el diploma de golosa).
Y después sí vinieron los festejos con los compañeritos del cole. La mayoría se hacían en la casa del cumpleañero, donde comíamos habanitos, salchichitas y palitos, mientras mirábamos Señorita Maestra, o jugábamos a "díganlo con mímica", al juego de la silla, al teléfono descompuesto o al juego del paquete (jamás me gané nada en ese estúpido juego).
Sí el cumpleañero tenía la suerte de ser potentado, lo festejaba en alguno de los exclusivos salones de fiesta, que también eran casas o departamentos pero de gente con más visión empresaria que nuestros papás. Estos ya venían más armaditos: con piñata (de las que revientan, no como las de ahora que se usa la misma en todos los cumples), películas proyectadas en super 8 (¡cómo me aburría en esta parte!), juegos como “la cuchara en la papa”, encontrar los caramelos en la harina, embocar los aros en la lata...toda una kermesse.
Algunos, los top de los más top, tenían animadores o magos. Una vez me peleé con una compañera porque se hizo la piola, y mientras el mago hacía el truco de los pañuelos empezó a gritar “yo te vi, yo te vi”, queriendo revelar públicamente el truco. Mi vehemente apoyo al gremio de los magos terminó a puro llanto ante mi impotencia por hacer callar a la ingrata.
Y finalmente a casa, con muuucho sueño (para alegría de nuestras mamás), el bonete puesto y la bolsita en la mano -con pastillitas yapa, la invaluable ranita, y algún que otro silbato o jugetitos miniatura de plástico, que torturarían a nuestros vecinos las horas siguientes, y que luego siempre terminaban en el fondo de la caja de juguetes-.

Aviso de enserio: mi próximo cumpleaños se anunciará con tarjetitas "Te invito a mi fiestita", tendrá el cartel decorativo en la puerta con mi nombre, piñata de las de globo, gorritos para todos y un graaan bonete para mí, juegos de "destreza" con harina y papás, y terminará con la bolsita de caramelos y chucherías (si alguien me dice donde compro las ranitas le preparo un souvenir especial).

"Juguemos en el bosque mientras el lobo no está"

El lujo de no tener

El vaso siempre está lleno


A esta altura creo que ha quedado sobradamente claro que en mi infancia ciertas cosas o gustos se ganaron el derecho de pertenecer a la categoría de los "lujos y placeres", por el simple hecho de que la ley de presupuesto familiar no autorizaba el gasto.
Así, simples circunstancias como ir al cine, al zoologico, tomar un helado o cenar con gaseosa, se convertían en un pequeño momento de éxtasis infantil, que a veces nos descubrían crudamente materialistas, egoístas y hasta rufianes.
Por ejemplo, si en ocasión de algún festejo, o sencillamente por respetar la máxima familiar de que "Dios proveerá", se almorzaba o cenaba con gaseosa, la repartija de la bebida no era tomada a la ligera, y podía demorar varios minutos e incluso motivar peleas feroces entre los hermanos: medíamos con precisión la cantidad de los vasos, alineados para que nuestra aguda vista determinara que ninguno tenía siquiera un 0,1 cm3 más que el otro.
El yogurth ha sido otra de las encarnaciones de mis suntuosidades infantiles. Ese simple alimento lácteo que hoy me tortura recordándome que estoy a dieta, en su momento era considerado un postre...síiii un postre!!!. Tanto es así, que muchas de las contadas veces que íbamos a cenar a un restaurant, esperábamos ansiosos el momento final para pedir -ante el desconcierto del mozo- un yogurth de postre.
Recuerdo las veces que, bajo la vista gorda de mi mamá, nos quedábamos con los vueltos del mandado para comprarnos el yogurth o el sandy que nos comíamos a escondidas en el pasillo de la entrada de casa, tirando las pruebas del delito en la caja del medidor del gas. Y cuento eso nomás porque no quiero delatar a mi hermano, quien reincidió varias veces en el robo de yogures al almacenero del barrio, pero que después de años de remordimiento de conciencia, expió su culpa dándole $100 sin explicación alguna (me hubiera gustado ver la cara de asombro del almacenero).

Sinceramente, me considero afortunada de que la escacez me regalara tantos instantes de alegrías miniaturas. Hoy, quizás, soy más exigente con los motivos de mi euforia, pero muchas veces se cuela la Manuelita de esos años, y salto contenta por tener entre mis manos las cosas más simples que se imaginen.

"Hay una grieta en todas las cosas. Así es como entra la luz"

De la cigueña y otros cuentos

Siguiendo la línea de desenfreno sexual iniciada por otros blogs amigos, le toca el turno a este poner el tema sobre la mesa; aunque, para no espantar a sus lectores habituales, sere bastante más naif.

Siendo la mayor de varios hermanos, seguramente no me demoré mucho en preguntar cómo se hacen los bebés. Y sin hacerse esperar tampoco, mis papás me respondieron con hábil cintura paterna: me regalaron dos libros, "¿De Donde Venimos?" y "¿Qué me está pasando?".
Los dibujos son tan divertidos que provocaban (y provocan) las ganas de verlos una y otra vez: los leía sola, se los leía a mis hermanos, los llevaba a la escuela...
Recuerdo frases como "ponlos a tu papá y a tu mamá en la bañadera y notarás las diferencias físicas entre ellos". Más vale que ni atiné a proponerlo, además de porque a esa altura ya conocía las diferencias, porque seguramente hubiera sido más probable conseguir que me compren un mono capuchino antes que verlos a los dos juntos desnudos en la bañadera. Otra frase digna de recordar explicaba la penetración diciendo que "los papás se quieren tanto que necesitan estar lo más cerca posible uno del otro"; admitiendo el limitado alcance de la explicación, sumada al dibujo de los dos regordetes papás besándose cariñosamente, hacía que todo lo relacionado con el acto sexual sonara lindo y tierno.
En la imagen que mostraba la evolución física de la mujer, uno de mis hermanos (más obsesionado que yo evidentemente), había trazado líneas para descubrir qué "partes" miraba cada uno de los chicos de la foto; apostaría que hasta estuvo tentado de anotar qué fantaseaba cada uno.
Una de las veces que los llevé a la escuela, ya grandecita, en un recreo logré fácilmente captar la atención de muchas de mis compañeras con la misma imagen pero de los varones. No tardó mucho en aparecer la directora (vale destacar que era monja) para ordenarme que guardara el libro y que no lo llevara más. Obviamente, la reprimenda fue seguida de una entrevista con mis papás para "aconsejarles" que ese tipo de lectura la tuviera dentro de las cuatro paredes de mi casa. Obviamente, tanto mis papás como yo ignoramos rotundamente la advertencia, y seguí llevando los libros a la escuela, con la precaución de que los chusméabamos solamente durante la clase, y por turnos.
¿Preferiría la directora que a nuestra compañera de 12 años, que aún no tenía ni idea de lo que era la concepción, la desasnáramos haciendola escuchar por todos los parlantes del colegio la canción que decía "y le metí una mano, le metí una pierna, le metí la cabeza y hasta una llave inglesa"?; bueno, ante la duda también lo hicimos.

Aunque esos libros me enseñaron muchísimo, con el contenido y las imágenes justas para la edad, vale aclarar -para dejar a salvo la reputación de mis padres- que mi instrucción sexual no se limitó a su lectura, ya que siempre estuvieron más que dispuestos a aclarar nuestras dudas, que en ningún caso fueron pocas. Si algo sobraba en mi casa eran conversaciones sobre sexo; sino me creen, preguntenle a algunos de los invitados que se han ido de casa algo asombrados (por no decir espantados) al escuchar como alguno de mis hermanos de menos de 10 años comentaba su opinión sobre si la mujer puede violar al varón, sobre las poluciones nocturnas o sobre ciertas posiciones sexuales.

Les dejo un videito (cortesía facilitadora de Moe) de unos maestros en educación sexual que seguramente estarían a la altura de las expectativas de la directora de mi colegio.



Mezquindad

En un papelucho que leí por ahí, encontré la palabra "mezquindad". Y atrajo mucho mi atención; posiblemente por el contexto en el que estaba escrita, o por que era la última, o capaz por su grave significado, pero la cuestión es que me dejó pensando.
Me di cuenta que es una palabra que hasta su fonética es consecuente con su significado: una z que casi ni se puede pronunciar, fuerte en la sílaba del medio, y en cierta forma lenta al decir, duradera.
Bueno, más allá de las trivialidades que se me ocurrieron por no querer prestar esa atención a lo que realmente debía -que era el contenido del "papelucho"-, sí es legítimo destacar que a pesar de la cantidad de situaciones que conocemos a las que se le aplicaría perfectamente este sustantivo, es una palabra poco usada, poco escuchada.
Mi propuesta es que le hagamos honores a su semántica cuasiperfecta, y dejemos un comentario utilizándola en una frase.
De paso cañazo, hacemos un ejercicio de conciencia.
No me dejen esperando como a la maestrita ciruela a la que nadie le hace la tarea.

Saliendo a escena

Antes de mis irrupciones artísticas en el ámbito de la música, la escultura, la literatura, el movimiento corporal, y el maquillaje, estudié teatro. En realidad, esa fue mi madrugada introducción en el mundo de los talleres extra académicos.
A los 7 años, en la búsqueda de una cura a mi timidez, a mi mamá se le ocurrió mandarme a las clases de teatro que daba la maestra de dibujo del colegio...porque antes a nadie se le ocurría mandar a un chico al psicólogo; noooo, se lo mandaba al club, a futbol, a boy scout, o a teatro para que "se expresara" y se relacionara con chicos de su edad.
Bueno, así fue que durante varios años asistí a esas clases; y ya más grande reincidí, pero en el contexto más formal de la escuela de Hugo Midón (habiendo pasado por algunas verguenzas previas que no pienso revelar).
La cosa es que revolviendo algunos libros, encontré la primera obra que representé en público: "La luna se fue a la tierra". El librito es parte de una muy numerosa colección de obras de teatro infantil, que luego pasó a ser mi bautismo de fuego en el exquisito género.
Yo interpretaba a su Majestad el Sol, que tuvo la ocurrencia de concederle a la Luna permiso para venir a vacacionar a la Tierra. Todavía recuerdo la escenografía: un sillón grandote, donde se sentaba el Señor Sol, y unos planetas y estrellas de cartón colgados, entre los que asomaban la Estrella Sabia, la Estrella Cocinera y el Satélite Preguntón para decir sus desesperados parlamentos motivados por la ausencia de la noche.
Coloreando la anécdota, les cuento que una vez, al final de una escena pseudo improvisada, donde representaba a un médico que operaba a un paciente sacando chorizos y chicnchulines de su panza, yo debía desmayarme al sorprenderme por lo que encontraba; y en mi afán de hacer "creible" la situación (considérese que tenía apenas 8 años), me caí al piso con toooodas las ganas del mundo, y pegué tan duro sobre el escenario, que corrieron a asistirme la maestra y gran parte de los que estaban en la primera fila. Aunque a penas me podía mover del dolor, me hice la estrella de Hollywood, me levanté y saludé a mi público con la expresión en la cara de "todos mis movimientos están fríamente calculados".

Moraleja: el teatro es sano...sobretodo si se lo lee o se lo ve como un simple espectador.

Sentados a la mesa

¿Quién no comió alguna vez en la "mesa de los chicos", ahí en el fondo, sentado en los banquitos chanfleados, con los platos y cubiertos del rejunte?
¿A quién no le sacaron las ganas de un grito cuando se quiso levantar para ir al baño en medio de la cena sin pedir permiso: "quédese sentado ahí y espere hasta terminar de comer" ?
Ni mencionar siquiera si se te ocurría cantar en la mesa o comentar algo mientras hablaban los mayores.
¿Y quién no se mereció alguna vez una mirada incisiva, que nos amenazaba con un "cuando se vaya la visita te mato", por haber sido un atolondrado y pedir más postre cuando no quedaba más, o por tener la osadía de agarrar la última factura de la bandeja?
Pero el después era peor aún: "ayer retiré yo", "nooo, hoy te toca secar a vos"; hasta que la voz del jefe del comando mayor nos instruía al trabajo en equipo forzado.

Qué capacidad para inspirar obediencia que tenías los padres de antes!!
¿No tendremos que corregir camino con los chicos de hoy?