No será la primera ni la última vez que pague por algo que detesto. A veces, tener a nuestro alcance el objeto de la averción sirve para recordar una y otra vez las razones que justifican el elemental sentimiento -no vaya a suceder que en algún momento de poca lucidez alguien nos convenza de darle una segunda oportunidad, y nos arrepintamos de nuestro profundo sentir-.
Bueno, esa fue la principal razón por la que compré este disco de los Pitufos; la otra, es usarlo para mis prácticas de vudú.
¿Porqué los detesto?, primero porque no me fio de criaturas azules, menos si viven dentro de hongos, y menos que menos si son una aldea de depravados misóginos, cuya única representación del sexo femenino es una narcisista, venida a buena luego de renegar de su origen (mucha sopa le falta para llegar a ser una Penelope); segundo, porque su único padecimiento y sentido de sus vidas es evitar el acoso de un sacerdote menos inteligente que su gato; y por último (aunque esta sola razón es suficiente para aborrecerlos), porque todo empieza y termina con una taladrante melodía repetitiva y sin el más básico sentido de la armonía.
Pero hay más razones: a este odio natural se le sumó el espanto, cuando la vecina que vivía frente a mi quinta, luego de contarnos que un "hombre gato" había violado y asesinado a una pareja de novios a dos cuadras de mi casa, condimentó su crónica -por las dudas de que eso no me hubiera asustado lo suficiente- con el relato sobre un bebé que había sido extrangulado por un muñeco Pitufo mientras dormía, que se había prendido fuego al intentar desprenderlo del cuello del infante. De más está decir que esa noche no sólo no dormí, sino que me mantuve en guardia, armada con un cuchillo debajo de la almohada...cualquier cosa, me ensañaría contra el peluche azul, y lo despanzurraría haciendo volar sus tripas de guata.
En estas circunstancias, no me fue difícil creer que el inventor de los Pitufos vendió su alma al diablo para que sus horribles criaturas tuvieran el éxito tan gratuito e inmerecido que tuvieron.
Yo soy una Gargamel del siglo XXI, y me esforzaré dedicadamente por mantener intacto mi desprecio y propagarlo todo lo que esté a mi alcance.
Y al que no le guste, que cambie de religión!.
¿Porqué los detesto?, primero porque no me fio de criaturas azules, menos si viven dentro de hongos, y menos que menos si son una aldea de depravados misóginos, cuya única representación del sexo femenino es una narcisista, venida a buena luego de renegar de su origen (mucha sopa le falta para llegar a ser una Penelope); segundo, porque su único padecimiento y sentido de sus vidas es evitar el acoso de un sacerdote menos inteligente que su gato; y por último (aunque esta sola razón es suficiente para aborrecerlos), porque todo empieza y termina con una taladrante melodía repetitiva y sin el más básico sentido de la armonía.
Pero hay más razones: a este odio natural se le sumó el espanto, cuando la vecina que vivía frente a mi quinta, luego de contarnos que un "hombre gato" había violado y asesinado a una pareja de novios a dos cuadras de mi casa, condimentó su crónica -por las dudas de que eso no me hubiera asustado lo suficiente- con el relato sobre un bebé que había sido extrangulado por un muñeco Pitufo mientras dormía, que se había prendido fuego al intentar desprenderlo del cuello del infante. De más está decir que esa noche no sólo no dormí, sino que me mantuve en guardia, armada con un cuchillo debajo de la almohada...cualquier cosa, me ensañaría contra el peluche azul, y lo despanzurraría haciendo volar sus tripas de guata.
En estas circunstancias, no me fue difícil creer que el inventor de los Pitufos vendió su alma al diablo para que sus horribles criaturas tuvieran el éxito tan gratuito e inmerecido que tuvieron.
Yo soy una Gargamel del siglo XXI, y me esforzaré dedicadamente por mantener intacto mi desprecio y propagarlo todo lo que esté a mi alcance.
Y al que no le guste, que cambie de religión!.